Diada de Sant Jordi. Concierto en Plaza Cataluña. Barcelona, Cataluña (España).
Roberto Colom
Profesor de Diferencias individuales en el Departamento de Psicología Biológica y de la Salud de la UAM,
En un informativo estudio—cuyos resultados publicaron, el pasado mes de Febrero, tres profesores de la Universidad de Barcelona, de la Universidad Pompeu Fabra y de la Universidad Autónoma de Barcelona—se encuestó a 1.000 residentes en Cataluña.
Se pretendía averiguar cuáles eran las creencias, el estado de ánimo y el perfil emocional de quienes, llegado el caso, votarían en contra (unionistas) o a favor (separatistas) de la independencia de la región. El informe deja claro que se trata de dos comunidades enfrentadas que comparten el mismo espacio físico y social.
Los responsables de la investigación partieron del hecho constatado de que el apoyo a la secesión se ha venido situando, sistemáticamente, algo por debajo del 50% de los residentes en Cataluña, así como de que los grupos políticos abiertamente independentistas han logrado acumular un 37% del censo electoral. Esos hechos sirven de telón de fondo para valorar las respuestas de los encuestados.
Una vez obtenidas las respuestas, la meta de los cálculos estadísticos fue averiguar cuáles de las 25 variables que se consideraron distinguían, con mayor nivel de precisión, la pertenencia a uno de los dos grupos (Unionistas versus Separatistas).
Veamos primero en qué se parecen unionistas y separatistas.
No hay mayoría de varones o mujeres en alguno de los grupos. Tampoco predomina alguno de esos grupos en las distintas provincias de la región. El tipo de seguro, el tipo de hogar o los sentimientos de rabia no son diferentes.
¿En qué se distinguen?
Los separatistas están más ‘ilusionados’ con el hecho de que el conflicto avanza en la dirección correcta o adecuada. Los unionistas están más ‘fatigados’, ‘confundidos’ y manifiestan un mayor ‘temor’ ante las tensiones sociales.
Una de las preguntas probablemente más interesantes fue:
“¿Cuál es la proporción de residentes en Cataluña que, según usted, es favorable a la independencia?”
Según los separatistas, casi 6 de cada 10 ciudadanos estarían a favor. Según los unionistas, 4 de cada 10 serían favorables a esa independencia. Por tanto, los separatistas desconocen –o les trae sin cuidado—la realidad, mientras que los unionistas poseen una percepción adecuada de esa realidad.
En cuanto a la fuerza del movimiento secesionista, más del 80% de los separatistas la sobrestiman, mientras que solamente el 36% de los unionistas caen en ese error de sobreestimación. Una vez más, los separatistas le dan la espalda a la realidad social. Quizá piensen que esa realidad se construye. Además, los más jóvenes del bando separatista son más proclives a caer en ese error de estimación.
Movámonos seguidamente hacia el espinoso tema de la identidad.
Los unionistas se sienten tan catalanes como españoles, mientras que los separatistas se sienten exclusivamente catalanes. Los separatistas mantienen que no hay nada que les una a España, por lo que a su identidad se refiere. El lugar de nacimiento (Cataluña) y la lengua materna (catalán) se asocian con intensidad a quienes apoyan sin reservas la secesión. Además, el nivel de estudios y el nivel socioeconómico son más elevados en separatistas que en unionistas.
Al discutir la evidencia registrada en su investigación, los autores recurren a hechos objetivos que podrían inquietar a quienes residen en la región. Por ejemplo, alrededor de 4.500 empresas han abandonado Cataluña para ubicarse en otras zonas de España desde la declaración simbólica de independencia en septiembre de 2017 por parte de la Generalitat. Además, los ciudadanos han transferido masivamente sus fondos a bancos de otros lugares de la península. La tendencia es por ahora imparable.
Tampoco se reprimen los autores al señalar cómo se han usado las redes sociales para avivar los sentimientos separatistas, incluyendo algoritmos (bots) que han incrementado la toxicidad social. La propaganda institucional y la presión sociológica han sido algo que ha rayado el escándalo. Y, desgraciadamente, apenas se han articulado contramedidas desde el Estado para apoyar a los unionistas y combatir, legítimamente, las manipulaciones de los líderes separatistas y de los medios de difusión afines. Al contrario, esos grupos han seguido monopolizando los espacios públicos y arrinconando a los unionistas usando visibles mecanismos de intimidación.
Escriben:
“Los secesionistas están plenamente convencidos de que merecen separarse de España sin pagar nada a cambio, a pesar de que cuentan con una magra mayoría parlamentaria y de que carecen de una verdadera mayoría social. Es una creencia que podría derivarse de alguna clase de narcisismo colectivo [o de alguna clase de ‘pasión’, como se expuso en otro foro]
(…) exigen privilegios, no igualdad
(…) si el secesionismo catalán insiste en las mismas imposiciones unilaterales que han caracterizado la impaciente e ilegal oleada reciente, logrará agrandar la preocupante fractura entre unionistas y separatistas”.
En resumen, las variables fundamentales en las que se distinguen ambos bandos son la lengua materna, la ancestralidad (el número de apellidos locales) y el nivel educativo (asociado al poder adquisitivo y al estatus).
La situación es más delicada de lo que puede parecer desde la distancia. No sería la primera vez que acabe mal la confluencia de identidad etnocultural (sensación profunda de pertenencia a un grupo, y, por tanto, minimización de las diferencias dentro del grupo identitario y maximización de las diferencias con los demás grupos) y tensión política. El conflicto puede escalar con relativa facilidad a consecuencia de ese explosivo coctel, salvo que se adopten y apliquen las medidas oportunas para atenuar el ascenso.
Es natural que esa coyuntura se vea con preocupación desde la Unión Europea. Hay más regiones del viejo mundo (Córcega, Padania, Tirol del Sur, Cerdeña, Flandes y Baviera son ejemplos) que miran, atentamente, hacia lo que está ocurriendo en la península Ibérica.
Aunque los sondeos llevan a la conclusión objetiva de que 3 millones de catalanes (de un censo de 5,5 millones dentro de una población de 7 millones) no apoyan la secesión, la persistencia de los 2,5 millones que sí la persiguen ha logrado arrinconar a la mayoría unionista.
El hecho de que esa mayoría se sienta desamparada y que quienes deberían velar por sus derechos manifiesten una patente inhibición, resulta preocupante.
Es recurrente el mensaje de que es necesario más y mejor diálogo para encontrar una solución, pero lo que sucede en el día a día revela que los separatistas no desean sentarse a la mesa salvo que el plato que se le vaya a ofrecer sea de su agrado, adecuado a su exclusivo paladar. Solamente aceptarán que se les presente, en bandeja de plata, un menú de rendición incondicional. O eso parece.
Entonces, ¿qué se puede hacer para detener y revertir la tendencia centrífuga y excluyente?
Concuerdo con los autores del informe que se está comentado aquí en que los factores psicológicos apenas se han considerado. Se suele recurrir a conceptos de naturaleza sociológica, legal, judicial o ejecutiva, pasando de puntillas por el hecho incuestionable de que los grupos son agregados de individuos. Individuos que se pasan la vida definiendo su identidad para depurar su reputación. En ese proyecto vital, los humanos deben gestionar e integrar al menos tres componentes: (1) sus relaciones personales, de tú a tú, (2) su identificación con determinados grupos y (3) su posición dentro de cada uno de esos grupos.
No es este el lugar para detenerme a analizar con detalle esos tres componentes. Quien esté interesado queda invitado a leer mi intervención de 2016 en el parlamento europeo: la identidad europea desde la psicología individual.
Pienso que se puede y se debe trabajar para desmontar los elementos excluyentes de la identidad de los individuos, sean catalanes, bávaros, escoceses o vascos.
No será fácil. Lean los extractos de una carta, que un buen amigo catalán me envió, para comprender de dónde alimenta mi percepción sobre esa dificultad:
“Pensé en ti después de vivir una experiencia que se relaciona con el concepto de nación (o país) que los de la meseta no entendéis. Estuve en Puigcerdà, Llivia, Bourg Madamme i Font-Romeu, localidades catalanas de la Catalunya norte y sur. Estuve hablando con varias personas en catalán, a un lado de la frontera que separa los ‘Estados’ francés y español. Esos municipios lucen en las fachadas de sus ayuntamientos la senyera catalana. A pesar de las guerras y tratados que nos dividieron a lo largo de la historia, continuamos perteneciendo a la misma nación o país: ‘Catalunya. Los territorios catalanes de Roselló, Conflent, Vallespir y parte de Cerdanya fueron anexionados a Francia por un mal acuerdo. Después de casi 400 años se siguen considerando culturalmente catalanes, aunque el centralismo francés ha hecho lo posible por borrar su cultura y asimilarla a la francesa. Aquí en España también han intentado borrar nuestra cultura y nuestro idioma durante siglos.
Catalunya es una nación, incluso aunque haya quien no desee reconocerlo. También Escocia o Quebec son naciones. Yo soy catalán y tu eres un amigo, pero no un compatriota. Aunque es mejor un amigo que un compatriota.
Otra cosa es el tema político de si Catalunya debe ser o no un Estado.
Con la emigración en Catalunya, los catalanes casi ya somos minoría, pues hay millones de personas que viven en Catalunya que no son catalanes. No han nacido aquí y culturalmente están más cerca de sus padres que de nosotros. Nadie diría que Messi, que lleva en Barcelona desde los 10 años, es catalán.
El tema de la independencia de Catalunya no puede abordarse de forma solamente «emocional», dado que todos tenemos los mismos derechos como ciudadanos. Hay que explorar otras formas y abandonar la polarización actual. Eso es labor de los políticos, pero unos y otros han hecho un pésimo trabajo”.
Escribía Amin Maalouf en su breve ensayo, ‘Identidades asesinas’
“Europa tendrá que concebir su identidad como la suma de todas sus pertenencias lingüísticas, religiosas y de otro tipo. Si no reivindica cada elemento de su historia, si no les dice con claridad a sus ciudadanos que deben poder sentirse plenamente europeos sin dejar de ser alemanes, franceses, italianos o griegos, simplemente no podrá existir. Forjar la nueva Europa es forjar una nueva concepción de la identidad
(…) desde el momento en que nos integramos en un país o en un conjunto de países, como puede ser la Europa unida, es inevitable sentir unos lazos de parentesco con cada uno de los elementos que lo componen; conservamos, sin duda, una relación muy particular con nuestra propia cultura, y una cierta responsabilidad hacia ella, pero se tejen igualmente vinculaciones con los demás componentes
(…) conozco jóvenes europeos que se comportan ya como si el continente entero fuera su patria, y sus habitantes sus compatriotas
(…) todos deberíamos poder incluir, en lo que pensamos que es nuestra identidad, un componente nuevo, llamado a cobrar cada vez más importancia en el próximo siglo, en el próximo milenio: el sentimiento de pertenecer también a la aventura humana”.
Maalouf consignaba estas palabras hace algo más de 20 años, en 1998. Quizá habría que preguntarse qué se está haciendo inadecuadamente para que tengamos la sensación de que nos alejamos de esa conciliadora e integradora meta, para que haya gente –como ese amigo que me escribía—empeñada en levantar muros de identidad excluyente.
Esa meta se ha perseguido aquí en Europa –eso sí, desgraciadamente a pequeña escala—a través de, por ejemplo, programas educativos dirigidos a promover el cosmopolitismo. Sus objetivos han sido, entre otros, (a) ayudar a abrirse a los diferentes manteniendo los lazos con los iguales, (b) comprender y respetar los derechos humanos, (c) ayudar a entender qué es una sociedad multicultural, (d) darle valor a la diversidad cultural y lingüística, o (e) combatir la discriminación basada en identidades de grupo.
Si se lograse que los individuos cambiasen su perspectiva y adoptasen una visión incluyente, los grupos con los que se identifican ya no podrían seguir anclados en sus tendencias centrífugas. En lugar de dibujar círculos cada vez más reducidos y herméticos, buscarían el modo de trazar círculos de mayor tamaño para incluir, en última instancia, a todos quienes residimos en este planeta situado a 150 millones de kilómetros de la estrella que nos permite vivir, a los humanos que insisten en construir unos muros invisibles cuando se observa, desde el espacio exterior, ese punto azul pálido al que se refería poéticamente el astrónomo Carl Sagan.
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Colom, Roberto (2019). La democracia destruye tu imaginación. En Niaia, consultado el 10/04/2019 en https://www.niaia.es/unionistas-versus-separatistas-en-cataluna-una-cuestion-de-identidad/