María Xesús Froxan Parga
Profesora Titular. UAM
El título planteado en forma de pregunta podría sugerir una respuesta fácil, pero en absoluto es así.
La Psicología, decíamos en una publicación previa, tiene mucho que aportar, pero se necesita tiempo, esfuerzo e inversión económica para que el conocimiento psicológico pueda repercutir en el cambio de comportamiento de la sociedad. Me temo que no contamos con nada de esto en la situación actual.
Al igual que la catastrófica situación en los hospitales generada por la pandemia puso de manifiesto la necesidad imperiosa de invertir en sanidad, las dificultades que están apareciendo ahora para controlar el comportamiento de la gente durante la desescalada también deberían ser tomadas como una evidencia de que hay que invertir en educación (habrá que enseñar a la gente a comportarse de manera que maximice la salud, afirmaba en mi anterior escrito para este blog). Y me refiero a enseñar en un sentido amplio, no a saber cuál es la capital de Tayikistán, sino aquella educación que evita que tiremos basura en la calle y estimula a reciclar, así como a rechazar la tentación de apropiarnos de lo ajeno cuando nadie mira.
Se ha escrito que habría que apelar a la responsabilidad de la gente para no coartar su libertad., pero ¿y si no se comporta de manera responsable? ¿Y si, al margen de la responsabilidad individual, el confinamiento ha conllevado una “privación del reforzador” que hace que las salidas sean masivas e incontrolables?
Tenemos muestra de que eso es lo que sucede, a pesar de la normativa: en el primer día de desescalada se cometieron miles de infracciones (botellones, salidas masivas en grupo o fiestas en casas particulares). Por lo tanto, apelar a la responsabilidad es un mecanismo inadecuado; hay que enseñar a ser responsable y lograr que la gente aprenda. Y para eso, repito, se necesita inversión de tiempo y dinero.
La gente no sigue las normas porque sí, como demuestra el hecho de que saber que algo produce daños no evita que se haga. Ejemplos: fumar es perjudicial para la salud, pero mucha gente fuma; conducir a gran velocidad, o bajo los efectos del alcohol, es enormemente peligroso, pero diariamente se imponen multas por ello; las asignaturas se aprenden (no solo se aprueban) estudiando con regularidad, no dándose el atracón la semana antes del examen, pero podríamos preguntar qué hace una gran parte de nuestros estudiantes. Los ejemplos son inagotables.
Pretender explicar el comportamiento de la gente atendiendo a creencias o valores, tales como responsabilidad, solidaridad y similares, es una justificación en términos fácilmente comprensibles y tautológicos (propios de la denominada folk-psychology), pero no es una verdadera explicación porque no hace referencia a las causas. La psicología científica no utiliza los términos que se usan coloquialmente para describir la conducta, tanto la de uno mismo como la de los demás, sino que se centra en estudiar experimentalmente las causas de la conducta.
Quizás no todos los psicólogos estén de acuerdo con este planteamiento, así que me referiré a la Ciencia de la Conducta (y, mejor todavía, al Análisis de la Conducta) en vez de hablar de Psicología en general.
Entendida como ciencia que estudia procesos naturales demostrables experimentalmente, la Ciencia de la Conducta desarrolla un modelo causal similar al de la teoría de la evolución darwiniana y su planteamiento sobre la selección por consecuencias, aplicado al ciclo vital (ontogenia) de un organismo en vez de a la filogenia (evolución) de la especie: la conducta de un organismo individual puede explicarse a partir de la selección por consecuencias que ocurre durante su trayectoria vital. Las consecuencias de nuestras acciones determinan que las repitamos o no en situaciones futuras similares. Esta selección de conductas por consecuencias permite adaptarnos a un entorno cambiante; pero para que este proceso de adaptación sea eficiente, se tienen que dar unas condiciones determinadas: por ejemplo, el organismo ha de conocer cuándo y cómo debe actuar para obtener una determinada consecuencia. En un entorno en continuo cambio, los organismos han de organizar sus conductas para enfrentarse a distintas situaciones y hacerlo de la manera menos costosa, en tiempo y esfuerzo.
Y así llegamos al coronavirus: cómo hacer que la gente aprenda nuevos comportamientos (preventivos del contagio), muchos de los cuales impedirán el acceso a las consecuencias deseables que obtenían por la emisión de conductas anteriormente habituales. Cómo conseguir que la gente deje de hacer cosas que antes hacía (es decir, que renuncie a las consecuencias que obtenía) pero que ahora facilitarían la propagación del virus.
A partir de los resultados de los estudios realizados, se pueden sacar una serie de conclusiones para contribuir a que la conducta de la gente durante la desescalada sea más responsable.
En primer lugar, habría que conseguir que la conducta a instaurar tuviese unas consecuencias deseables y, además, que tales consecuencias fuesen más apetitivas que las de las conductas indeseables. Y esto es muy difícil, porque lo que es apetitivo para una persona no lo es para otra. Lo óptimo sería que el hecho de realizar esas conductas, buenas para un bien común (prevención o reducción de una pandemia), fuese reforzante en sí mismo, que sentir o saber que se está haciendo algo por el bien de la sociedad fuese suficientemente satisfactorio para que quisiéramos hacerlo, aunque ello conllevase renunciar a otras consecuencias igualmente apetitivas, pero en conflicto con las ahora más adecuadas. Y esto, desgraciadamente, no se puede conseguir de un día para otro.
No son solo las consecuencias las que determinan una conducta, sino que los estímulos que llegan a las personas (antecedentes) también juegan un papel fundamental. En este sentido, proporcionar unas instrucciones claras sobre qué hacer aumenta la probabilidad de que se haga. Aún así, no es fácil lograr esa conexión. Por ejemplo, las calles de Madrid están repletas de carteles avisando de que las personas deben estar a una distancia mínima de dos metros de aquellas que presentan síntomas. Pero, al mismo tiempo, se dice que la gente con síntomas no puede salir a la calle y que las personas asintomáticas son una fuente peligrosa de contagio. Este tipo de instrucciones dificulta el seguimiento de las conductas preventivas.
Facilitar la ocurrencia de la conducta es también una buena estrategia para que se instaure y se mantenga. Por ejemplo, se sabe que las personas reciclan con más entusiasmo si tienen cerca de su casa un contenedor de reciclaje y este se vacía regularmente. En relación al coronavirus, la facilitación de la conducta pasaría por la disponibilidad de mascarillas, una reducción de su coste, o la distribución de salidas que dificulte las aglomeraciones.
La Ciencia de la Conducta ofrece dos caminos posibles para la intervención:
1.- A nivel individual, sobre las consecuencias que mantienen el comportamiento de cada persona en concreto.
2.- Y a nivel social o colectivo, sobre las consecuencias que controlan nuestros comportamientos como grupo (lo que técnicamente se denomina intervención sobre macro-contingencias).
En la situación actual de nuestro país, cuando urge un cambio de comportamiento a nivel social, está claro que las intervenciones individuales son insuficientes. Por ejemplo, una persona puede usar mascarilla, tal como indican las prescripciones de Sanidad, pero el resto de las personas con las que se cruza por la calle o en el supermercado pueden ir a cara descubierta. En este caso, la conducta individual tiene un peso irrelevante para controlar la pandemia.
Aún así, las intervenciones para el cambio individual tienen interés y pueden ser provechosas en algunos casos. Sirva a modo de ejemplo el trabajo que está haciendo un equipo de investigadores de diversos países dirigido por Javier Virués, de la Universidad Autónoma de Madrid. Están evaluando la utilidad de un mecanismo (el brazalete Immutouch) para controlar la conducta de tocarse la cara (una de las principales vías de contagio del COVID-19), basado en estrategias de cambio de hábitos. Esas estrategias se han estudiado durante años en el laboratorio y se ha llegado a interesantes conclusiones: (a) es una conducta automática que ocurre con una tasa muy elevada, (b) provoca una estimulación sensorial que explica en gran medida su mantenimiento y (c) las personas la realizan con mayor probabilidad en situaciones de aburrimiento o con poca estimulación (por ejemplo, estudiando, esperando o viendo la televisión). El brazalete avisa con una alarma vibro-táctil al acercar la mano a la cara.
Con todo, las conductas inadecuadas de grupo que pueden aparecer durante la desescalada son más difíciles de controlar. Por una parte, el control aversivo –por procedimientos de penalización o castigo—es imposible porque no se puede atender a todas las infracciones. Además, el aviso de penalización indica qué es lo que NO hay que hacer, en lugar de lo que SÍ debe hacerse. Durante el confinamiento pudo funcionar (además del mecanismo de control natural aversivo que supone el miedo), porque se trataba de quedarse en casa (no hacer). Ahora es inútil para organizar las salidas (hacer). Pero, además, las consecuencias de las conductas inadecuadas (el posible contagio, enfermedad) incumplen las condiciones que debe tener el castigo para que funcione: inmediatez y ocurrencia en todas las ocasiones en las que se realiza la conducta. Por lo tanto, es inútil apelar a esas consecuencias para que evitar que se haga la conducta indeseada.
La situación se complica cuando las conductas que facilitarían la propagación del virus (a) son muy reforzantes o apetecibles de manera inmediata, (b) son de fácil emisión y (c) tienen unas propiedades apetitivas elevadísimas debido a la privación experimentada durante semanas. Salir a la calle, reunirse con los amigos, sentarse en una terraza, hacer deporte, y tomarse unos vinos, eran parte de nuestra vida cotidiana, pero durante esta época se han convertido en algo excepcional, lo que multiplica su valor reforzante. Frente a estas, las conductas preventivas carecen de consecuencias positivas inmediatas y exigen un esfuerzo mucho más elevado: ponerse la mascarilla, mantener la distancia con la gente, salir a unas horas determinadas, o lavarse las manos con frecuencia.
Sirvan estos ejemplos para poner de manifiesto que el control sobre el comportamiento de la población en estos momentos resulta enormemente complicado. Como se planteaba al principio de este post, esta debería ser una ocasión para pensar en una inversión a largo plazo que permita analizar, desde la Ciencia de la Conducta, los problemas que están ocurriendo de modo que se puedan prevenir de manera eficaz en situaciones futuras.
Lamentablemente, la Ciencia de la Conducta comparte con las demás ciencias dos cosas: (a) puede aportar mucho conocimiento socialmente relevante y (b) no hace milagros
* Este artículo fue publicado por primera vez en el Blog de Roberto Colom. Por su interés lo reproducimos aquí con autorización previa
Para citar esta entrada:
Froxan Parga, María Xesús (2020). ¿Cómo lograr que la gente cambie su conducta? –Más sobre el coronavirus. 16/06/2020 en https://niaia.es/el-impacto-de-las-redes-sociales-en-las-personas-y-en-la-sociedad/
Si lo desea, puede volver a publicar este artículo, en forma impresa o digital. Pero le pedimos que cumpla estas instrucciones: por favor, no edite la pieza, asegúrese de que se la atribuye a su autor, a su institución de referencia (universidad o centro de investigación), y mencione que el artículo fue publicado originalmente en Niaiá.