Las razones de los otros

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26 diciembre, 2022

Hubert Marraud González

Profesor de lógica y filosofía de la ciencia en la Universidad Autónoma de Madrid UAM

Decimos que una creencia, una actitud o una decisión es lógica cuando está avalada por buenos argumentos. Eso lleva a preguntarse “¿Qué es un buen argumento?”. Hay dos respuestas posibles, que corresponden a dos grandes concepciones de la lógica (o teoría de los argumentos), que he bautizado como “inferencismo” y “razonismo” (‘La fuerza lógica de los argumentos a la luz del extraño caso de los comedores de ajo crudo’, 2022). Para el inferencismo argumentar es presentar algo a alguien como algo que se sigue de otra cosa, y un buen argumento es aquel en el que la conclusión se sigue de las premisas. Para el razonismo argumentar es presentar algo a alguien como una razón para otra cosa, y un buen argumento es el que da una buena razón para esa otra cosa.

Entender los argumentos de una manera o de otra tiene consecuencias para la convivencia, aunque muy probablemente eso no se capte inmediatamente al leer las definiciones anteriores. Los ejemplos son un buen recurso para evitar tecnicismos. Jostein Gaarder argumenta en Somos nosotros los que estamos aquí ahora (Siruela 2022) que debería haber un documento sobre lo que se puede y no se puede hacer, porque los seres humanos no nacemos con derechos, sino que los obtenemos. Según una interpretación inferencista, Gaarder pretende que del hecho de que los seres humanos no nacemos con derechos, sino que los obtenemos, se sigue que debería haber un documento sobre lo que se puede y no se puede hacer. Esto es, el hecho de que los seres humanos no nacemos con derechos, sino que los obtenemos autoriza, sin más, a afirmar que debería haber un documento sobre lo que se puede y no se puede hacer. Para saber si Gaarder está en lo cierto, solo necesitamos saber si es verdad que los seres humanos no nacemos con derechos, sino que los obtenemos, y cuál es la relación entre ese enunciado y la conclusión que él propone. Todo lo que no tenga que ver con eso es irrelevante.

Desde un punto de vista razonista, lo que dice Gaarder es que el hecho de que los seres humanos no nacemos con derechos, sino que los obtenemos, es una razón para creer que debería haber un documento sobre lo que se puede y no se puede hacer; esto es, que ese hecho, si lo es, favorece esta creencia. Eso no permite concluir sin más que debería haber un documento que especifique lo que se puede hacer y lo que no, porque puede haber otras razones, tan buenas o mejores, para creer que no debería haberlo. Por tanto, para concluir que debería haber un documento que especifique lo que se puede hacer y lo que no, no basta con asegurarse de que la premisa es verdadera y está adecuadamente conectada con la tesis; además hay que tomar en consideración y sopesar las razones concurrentes.

Inferencismo y razonismo entienden de maneras muy distintas los desacuerdos y la racionalidad argumentativa. Para el inferencista un argumento es una demostración tentativa, y si alguien ha demostrado algo, no merece la pena perder el tiempo escuchando a quienes mantienen lo contrario. (Aunque no es absolutamente imposible que la demostración de Wilkes del último teorema de Fermat contenga algún error inadvertido, nadie pierde el tiempo explorando esa posibilidad). Si Ana mantiene que la teoría de la argumentación es una disciplina filosófica porque es normativa y Blas mantiene que no lo es porque es un campo de estudios transdisciplinar, uno de los dos está equivocado, y o bien toma por verdadero lo que es falso, o bien toma por un argumento válido lo que no lo es. Si Ana se ha cerciorado de que la teoría de la argumentación es normativa y ha comprobado que la filosofía se diferencia de las demás disciplinas por su carácter normativo, tiene derecho a pensar que su oponente está equivocado o razona falazmente, y actuar en consecuencia. Así, y salvo que tenga un interés pedagógico, puede desentenderse de las razones del otro, y proclamar que la teoría de la argumentación es parte de la filosofía. Es fácil darse cuenta de que, especialmente en el ámbito del razonamiento moral y político, el inferencismo deja poco espacio al diálogo y favorece la intolerancia. De hecho, lo único que podría alegarse en pro del diálogo y la tolerancia es que Ana podría estar equivocada al tener por verdadero que la teoría de la argumentación es normativa o al creer que de eso se infiere que es una disciplina filosófica.

Este alegato en contra del inferencismo ya fue adelantado, de algún modo, por Zenón de Citio. Cuenta Plutarco en De Stoicorum Repugnantiis (1034 e 3-11) que Zenón argumentaba que el juez no debía perder el tiempo oyendo a las dos partes antes de dictar sentencia. Si el demandante había demostrado la justicia de su demanda, era inútil oír al demandado, y si no lo había hecho, también, porque debía rechazarse sin más la pretensión del demandante. Lo que este impecable ejercicio de lógica pone de manifiesto es la incomprensión de algún aspecto fundamental de la naturaleza de la argumentación.

Si lo que hacen Ana y Blas es dar razones para apoyar sus tesis, y no tratar de demostrarlas, las cosas son muy distintas. Ana y Blas pueden tener buenas razones para mantener que la teoría de la argumentación es parte de la filosofía y que no lo es, respectivamente, en el sentido de que tanto su normatividad como su transdisciplinariedad son consideraciones que hay que tener en cuenta antes de llegar a alguna conclusión. Al examinar la cuestión debatida, una de esas consideraciones puede pesar más que la otra, pero la fuerza de nuestras razones no puede ser aquilatada sin escuchar las razones del otro. Así, la justificación del diálogo y la tolerancia no reside simplemente en que podríamos estar equivocados. Las razones, lejos de ser algo dado, que cada uno descubre por su cuenta, son algo que se construye interactivamente en el curso de las prácticas argumentativas, que consisten en pedir, dar y examinar razones.

El razonismo permite así concebir situaciones en las que dos agentes o grupos discrepan y cada uno tiene buenas razones con las que defender su posición. En un escenario razonista, Ana y Blas pueden reconocerse mutuamente sus razones, es decir, aceptar que lo que alegan uno y otro es verdadero y favorece la posición correspondiente. En este sentido, pueden aceptar que el otro no está equivocado. Su desacuerdo no es un desacuerdo acerca de quién tiene razones y quién no, sino un desacuerdo acerca del peso relativo de esas razones. La cuestión no es ya quién toma por verdadero lo que es falso o razona falazmente, sino qué razones tienen más peso en esa situación concreta.

Algo que muchas veces se pasa por alto es que, normalmente, la ponderación de las razones aducidas depende del contexto. En una situación y para un propósito la normatividad pesará más que la transdisciplinariedad, y en otros será al revés. Por ejemplo, al plantear dilemas morales con propósitos formativos suele pasarse por alto que la ponderación de razones es contextual. Veamos un dilema tomado de una página del Gobierno de Canarias: «El caso del preso evadido. Un hombre fue sentenciado a 10 años de prisión. Después de un año, sin embargo, se escapó de la cárcel, se fue a otra parte del país y tomó el nombre falso del señor Cruz. Durante 8 años trabajó mucho y poco a poco ahorró bastante dinero para montar un negocio propio. Era cortés con sus clientes, pagaba sueldos altos a sus empleados y la mayoría de sus beneficios los empleaba en obras de caridad. Ocurrió que un día la señora Trevélez, su antigua vecina, lo reconoció como el hombre que había escapado de la prisión ocho años atrás, y a quien la policía había estado buscando. ¿Debe o no la Sra. Trevélez denunciar al Sr. Cruz y hacer que vuelva a la cárcel? ¿Por qué?». El dilema, tal y como está planteado, es irresoluble, porque presumiblemente no existe una respuesta que valga para todos los casos de presos evadidos que rehacen sus vidas. Para poder responder deberíamos saber, entre otras cosas, por qué fue condenado el señor Cruz, si tuvo un juicio justo, el riesgo de que reincida, el tipo de negocio que regenta en la actualidad, etc. En suma, hay un cúmulo de factores contextuales que, habiendo razones para callar y para denunciarle, pueden inclinar la balanza en uno u otro sentido en cada caso particular. Identificar y ponderar esos factores contextuales es precisamente la función de la deliberación, una interacción argumentativa entre agentes que tratan, gestionan y ponderan información, opciones y preferencias, para tomar de modo responsable y reflexivo una decisión o resolución práctica sobre un asunto de interés común y debatible, al menos en principio, mediante los recursos del discurso público, según la conocida definición de Luis Vega Reñón en La fauna de las falacias (Trotta 2018).

Los desacuerdos sobre el peso relativo de dos razones o grupos de razones plantean nuevos desafíos teóricos. Algunos piensan ― y argumentan ― que no hay ni puede haber razones propiamente dichas para anteponer unas razones a otras, y que cuando se plantea un conflicto entre razones solo hay preferencias subjetivas. Eso contradice nuestra experiencia y en mi opinión es el reflejo de prejuicios inferencistas y generalistas. Los prejuicios inferencistas consisten en asumir que, si no hay una respuesta correcta demostrable, no hay ninguna respuesta correcta. Los prejuicios generalistas, en asumir que un conflicto de razones solo puede resolverse satisfactoriamente aplicando una regla de prelación: las razones de tal tipo siempre tienen más peso que las razones de tal otro tipo. Mi posición es que un conflicto de razones particular se puede abordar, y ocasionalmente resolver, por medio de razones de segundo orden. Pero esta es una cuestión compleja y con múltiples ramificaciones, que no puedo abordar aquí.

Para citar esta entrada

Marraud González, Hubert (2022) . Las razones de los otros. En Niaiá, https://niaia.es/las razones de los otros/ 

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