Emilio Martínez Navarro
Catedrático de Ética.Universidad de Murcia
Actualmente hay muchas personas que creen que la ética es una ilusión, una palabra vacía, un adorno bonito que sólo sirve para hacer bellos discursos en momentos de celebración o de funeral. Y sin embargo, a la hora de opinar sobre la guerra, o sobre la corrupción, o sobre los casos escandalosos que casi todos los días aparecen en los medios periodísticos, todo el mundo pone de manifiesto que maneja una ética concreta, una personal mentalidad ética basada en lo aprendido desde la infancia y en la propia reflexión sobre lo que está bien y lo que está mal, lo que es correcto y lo que no lo es, lo que es justo y lo que es injusto. Es cierto que no todos compartimos las mismas convicciones y creencias morales, pero eso no significa que no exista un saber ético compartido, basado en la racionalidad y en la experiencia histórica de la humanidad.
A pesar de que cada cual ha construido su propia ética personal, existe al mismo tiempo una ética socialmente compartida, que nos orienta a todos a la hora de tomar decisiones sensatas. Hay una brújula moral que nos indica un camino hacia el bien y la justicia, aunque no siempre seamos capaces de tomar ese camino. Esa brújula moral nos indica que ya no es aceptable la esclavitud, ni el racismo, ni el machismo, ni el colonialismo, ni la aporofobia (desprecio al pobre, y en general al que no tiene nada interesante que ofrecer en un intercambio de favores), ni la falta de respeto a los animales y al medio ambiente, etc. Esta brújula moral nos recuerda que deberíamos esforzarnos por alcanzar una vida buena mientras aportamos algún esfuerzo para lograr una sociedad más justa en un planeta ecológicamente recuperado. Cualquier persona en su sano juicio reconoce hoy en día que existe una ética básica que nos urge al compromiso con los valores de convivencia pacífica, de respeto al pluralismo razonable y de compromiso para lograr una mayor justicia mundial y ecológica. Otra cosa es que, mientras uno reconoce tal cosa, se comporte como una persona egoísta que prefiere que se sacrifiquen los demás mientras uno mismo se aprovecha del cumplimiento ajeno. La ética es objetivamente válida porque está basada en nuestra racionalidad, aunque haya personas que subjetivamente no la pongan en práctica.
Así pues, si realmente hay una ética que está a la altura de nuestro tiempo, cabe preguntarse si esta ética se puede aplicar también a la política o si, por el contrario, la actividad política es un terreno tan complicado y movedizo que está al margen de toda ética, como cuando decimos que «tanto en la guerra como en el amor, todo vale». Pero no, eso no es cierto, a pesar de los consejos que Maquiavelo le da al Príncipe para que se mantenga en el poder a toda costa. La experiencia histórica nos muestra que si seguimos esa idea del «todo vale» acabaremos en el desastre, en la guerra incivil de todos contra todos, en el caos indeseable. Para no recaer en el caos se necesita compromiso ético, y esto también afecta a la actividad política, tanto la de los políticos profesionales como la de la ciudadanía en general.
Una interesantísima aportación en este sentido fue la de Max Weber. El sociólogo y filósofo alemán pronunció en 1919 una famosa conferencia titulada «La política como vocación» en la que dice que la política ha de tener una ética propia, en la que se deben compaginar tres factores: las convicciones, el cálculo de consecuencias de cada posible decisión y el uso prudente de la violencia legítima. El buen político (él se refiere al político profesional, pero lo que dice vale también en gran medida para una ciudadanía activista) debería tener: 1) pasión, motivación por una buena causa en la que uno cree de buena fe, 2) responsabilidad, capacidad para tomar la mejor decisión en cada momento para no dañar el bien común, y 3) mesura, esa tranquilidad de ánimo que permite a una persona saber ganar y saber perder, sin encumbrarse ni deprimirse, con paciencia y serenidad.
Nos encontramos con mucha gente que dice «yo soy apolítico», pero en realidad nadie puede ser apolítico, porque nadie está fuera de la polis, nadie está fuera de la comunidad política; entiendo que lo que quieren decir esas personas es esto otro: «yo soy apartidista, no me identifico con ningún partido y no me interesa la lucha entre partidos». Esto sí es posible, aunque en realidad todo el mundo tiene sus simpatías y antipatías con respecto a ideologías, personajes y grupos políticos: por lo general, las personas se identifican con una mentalidad ético-política (más o menos conservadora, más o menos progresista) conforme haya sido su trayectoria vital. Lo de «yo soy apolítico» suena mucho a excusa para no comprometerse con ninguna causa, como queriendo mantenerse puro e incontaminado, y de paso cómodamente instalado en la indiferencia y la confortable inactividad pública de quien se desentiende de las injusticias. Todo lo contrario de lo que hizo nuestro querido Pepe Molina (de cuyo fallecimiento se acaban de cumplir ahora tres años) a lo largo de toda su vida, tanto en cargos políticos como en el activismo ciudadano.
Por otro lado, nos encontramos con políticos profesionales que no viven para la política (para servir al bien común), sino que viven de la política (se sirven de ella para mantener ciertos privilegios y prebendas para sí mismos y su grupo, a costa de los intereses generales). Hay que dejar claro que no todos los políticos son iguales en este aspecto. Hay muchos ejemplos de personas honorables que se han metido en política y que pasan desapercibidas precisamente porque lo hacen bien, porque no dan lugar a ningún escándalo de corrupción ni de malas prácticas. Como no salen en las noticias, pareciera que no existen, pero en realidad estos políticos honestos son la mayoría, y la mayor parte de ellos no cobran un sueldo, sino apenas unas dietas (por asistencia a plenos y otras reuniones) que apenas compensan los gastos o las pérdidas por desatender sus negocios. Han circulado muchos bulos en el sentido que en España hay demasiados políticos y demasiado gasto en sus retribuciones, pero dichos bulos forman parte, muy posiblemente, del interés de algunos por despejar el terreno al autoritarismo, de manera que unos pocos auto-elegidos se puedan hacer con el control totalitario de todo el país.
En resumen, existe sin duda alguna una ética para la política que nos atañe a todos, y que tiene por objetivo recordarnos que nadie es apolítico y todos deberíamos aportar nuestro grado de arena para la construcción de un mundo mejor; desde la pasión responsable y la mesura de la que hemos tenido muy buenos ejemplos, tanto entre ciudadanos activistas como entre políticos comprometidos con los valores éticos.
Para citar esta entrada
Martínez Navarro, Emilio. Catedrático de Filosofía Moral y Política de la Universidad de Murcial. 08/07/2024. Articulo publicado en Fundación Etnor el pasado 28 de febrero 2024.
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