David Seiz Rodrigo
Profesor de Enseñanza Secundaria – Doctor en Historia – Miembro de Niaia
La Organizaciones internacionales son uno de los actores más importantes para lograr acuerdos y compromisos entre naciones. Los Objetivos de Desarrollo Sostenible, propugnados por la Asamblea General de las Naciones Unidas para el año 2030 son un buen ejemplo de ello. Sin embargo, el presente nos ofrece un retrato contradictorio de la capacidad de actuación de las Organizaciones Internacionales. Desgraciadamente son muchas las veces en las que, aunque sus políticas estén amparadas por amplias mayorías tropiezan en su ejecución con grandes impedimentos nacionales. Sin capacidad efectiva de actuación por sí mismas, dependen de las políticas estatales, en demasiados casos opuestas, vagas, sin recursos o siquiera voluntad para cumplir con acuerdos firmados por gobiernos de otro signo. Además, la última década ha visto surgir reforzados discursos nacionales que desconfían de las organizaciones internacionales, que niegan la validez de cualquier acuerdo que limite los sacrosantos intereses nacionales, discursos que se oponen a cualquier “globalismo” y que reclaman la recuperación de una soberanía nacional plena y que no esté limitada por tratados y dictámenes emanados de asambleas fuera de sus propios parlamentos. El triunfo de estas formas contemporáneas de nacionalismo populista son uno de los grandes retos que tienen las organizaciones internacionales para mantener su capacidad de influencia y para llevar a cabo unas propuestas que parten precisamente de una consideración ecuménica de la vida de los seres humanos en el planeta.
El final de la Primera Guerra Mundial y con más éxito y continuidad la Segunda Guerra Mundial, propiciaron la aparición de espacios de diálogo y acuerdo entre naciones que evitaran conflictos armados como las grandes guerras y sirvieran para resolver cuestiones de geopolítica. Sin embargo, como es bien sabido, ni la Sociedad de Naciones sirvió para detener la Segunda Guerra Mundial ni la Organización de las Naciones Unidas ha sido capaz de resolver por si misma los incontables conflictos que han caracterizado la segunda parte del siglo XX y lo que llevamos del XXI. Las soberanías nacionales siguen marcando una frontera que a penas tímidamente es sobrepasada por entidades como la Unión Europea como federación de naciones (En la UE si hay cesiones de soberanía que están detrás del escrúpulo con la que veían a la Unión los teóricos ingleses del BREXIT). Las Naciones Unidas están muy lejos de ser esa federación de naciones comprometidas con los dictámenes de su propia Asamblea. Frente al interés más general o los intereses globales siguen pesando más los intereses nacionales y los programas de cada uno de los gobiernos. Son numerosas las ocasiones en las que los pactos son denunciados o se abandonan los acuerdos por oponerse a los intereses de cada uno de los países. El bloqueo del gobierno de los EEUU a la UNESCO o recientemente a la Organización Mundial de la Salud bajo la presidencia de Donald Trump, son buenos ejemplos, la denuncia de los protocolos sobre el Clima, sobre el Tribunal de Justicia Internacional o sobre la aplicación de la Declaración de los Derechos Humanos, completan este retrato catastrofista.
Por otro lado, en los últimos años hay una revisión de principios e ideas que hasta ahora eran consideradas universales, y que hoy, bajo la acusación de ser planteamientos occidentales y por lo tanto cargados de un importante sesgo cultural, están sometidas a revisión. La reclamación de las particularidades culturales o religiosas como valor identificador del individuo por encima de la consideración de “ser humano” o “humanidad” suponen también la erosión de la posibilidad de llegar a acuerdos universales en cuestiones como la dignidad y derechos de importantes colectivos, desde las mujeres a los derechos asociados a la sexualidad o la práctica de las religión.
Sin duda las organizaciones internacionales tienen una importante capacidad de concienciación, incluso de construcción de consensos o al menos de mayorías sobre determinadas cuestiones, la Agenda 2030 es un buen ejemplo. Quizás uno de los más importantes sea la vacunación de toda la población mundial frente a la viruela, éxito sin duda propiciado por la OMS y la ONU. Otras muchas campañas sobre la necesidad de educación de la población o para paliar desastres naturales o humanitarios, son éxitos impensables sin la estructura facilitada por estas organizaciones. Sin embargo tales éxitos no niegan que al final llevar a cabo estos propósitos pasa por contar con la aquiescencia de los estados.
En la tradicional división de poderes que los pensadores de la Ilustración nos legaron se establecía el reparto de capacidades que un estado tenía. Si trasladamos este análisis a las Organizaciones Internacionales, posiblemente podríamos definirlas como un Legislativo cuyo Ejecutivo reside en las naciones que participan de ellas y sin Judicial alguno. En estos términos resulta sencillo concluir que sin una capacidad efectiva de hacer cumplir sus dictámenes y sin una universal justicia que lo ampare, la actividad de estas organizaciones sigue más cerca del anhelo que de la capacidad de acción. En cualquier caso, bien está desear y especialmente si como es el caso, por lo general se desean “cosas buenas”.
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Para citar esta entrada
Seiz Rodrigo, David (2022 b) Las organizaciones internacionales en Niaiá, https://niaia.es/las-organizaciones-internacionales-2/
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