Rafael Robles Loro
Profesor de Filosofía de Secundaria. Miembro del equipo Niaiá
Hay quien piensa que hablar de transhumanismo es equivalente a hablar de transustanciación, es decir, se trataría de un término con connotaciones religiosas sobre el que se escriben ríos de tinta sin evidencias científicas ni filosóficas en tanto que ambos se piensan desde la fe, la esperanza y la ensoñación. Digamos que “transhumanismo” para algunos es un concepto creado ad hoc para divertimento de filósofos posmodernos con ínfulas sacerdotales. De esta manera, quien ha oído en los medios hablar de ello —el término ya es parte de la cultura de masas— o ha leído el abstract (no hace falta más) de un artículo revisado por pares, inmediatamente desea compartir su posición en las barras de los bares: “sí, el biomejoramiento es emancipador”; “no, es alienante”; “¡el transhumano es uno y trino!”; “¡el transhumanismo es un humanismo”, “¡los talibán son la encarnación del transhumano!”, y demás sorprendentes diatribas y maguferías.
Bromas aparte (¡ay, Freud!), el buen filósofo, que se introduce por todos los recovecos conceptuales por inhóspitos, obtusos y turbios que puedan parecer en un primer momento, se ve obligado a pensar al transhumano a modo de explorador que avise al resto de la humanidad de posibles peligros venideros. Y, dado que hay peligro con el concepto y su posible encarnación o transhumanificación, contamos con nuestro explorador en España: Antonio Diéguez, catedrático de Filosofía de la Ciencia de la Universidad de Málaga que, siguiendo la estela de su primer libro sobre el tema, Transhumanismo (Herder, 2017), ha publicado en 2021 en la misma editorial un magnífico Cuerpos inadecuados. El desafío transhumanista a la filosofía.
Si el primer libro invitaba al lector a adentrarse en lo transhumanístico de una manera general y divulgativa, en esta segunda obra ya se precisa cierto entrenamiento para recorrer los recónditos y sorprendentes vericuetos del homo novus que está por venir. Seis capítulos componen la obra, con los siguientes conceptos recurrentes: la edición genética, la inteligencia artificial, la postergación de la muerte, la naturaleza humana y la dignidad. De este modo, la obra podría haberse titulado Antropología filosófica, Metafísica de lo humano o Transhumanismo para Nicómaco en tanto que Diéguez, teniendo de fondo al transhumano, hace verdadera filosofía centrada en la esencia del ser humano y sus modos de estar en el mundo.
El primer capítulo responde a la cuestión de si debemos preocuparnos por la edición genética y por el futuro de la inteligencia artificial. En general, a lo largo de la obra Diéguez no suele tomar partido, sino que, más bien, expone el problema, plantea los dilemas y deja al lector que piense o intuya una solución. Cuando parece que Diéguez responde con un “sí” líneas más abajo aparece un “pero”, y cuando uno está seguro de que concluirá con un “no” se produce un vuelco argumentativo que nos lleva al “sí” o al “quizá”. En la duda se mueve bien el verdadero espíritu filosófico: no hay respuestas contundentes para las cuestiones en desarrollo dado que se necesita de la perspectiva del tiempo para mostrar cierta contundencia y seguridad en la respuesta; todavía quedan años en los que seguir pensando al transhumano y aún más tiempo, si cabe, para obtener conclusiones pragmáticas que incidan en nuestras existencias posthumanas. En cualquier caso, es preciso pensar al transhumano desde ya, pero intuyo que antes de que nos hayamos percatado de todas sus implicaciones filosóficas, el transhumano, si es que se materializara algún día, ya habrá cercenado toda necesidad de implicaturas transhumaniales.
En cuanto a la edición genética, Diéguez muestra cierta preocupación; él opta por responder que no hay una respuesta clara y que es preciso seguir debatiendo (p. 54), a diferencia de lo que la Dra. Doudna afirma en su influyente libro Una grieta en la creación (Alianza, 2020) en el que describe cómo descubrió la edición génica y el control de la evolución desde ella; de hecho, Doudna es menos dubitativa en lo moral que Diéguez y en las primeras páginas ya cita elogiosamente a alguien que le espetó desde un auditorio que “algún día puede que consideremos poco ético no usar la edición de la línea germinal para aliviar el sufrimiento humano” (p. 21). El lector cauto no sabría si posicionarse con Doudna o con Diéguez en tanto que solo en un futuro, supervisado por Popper, será posible decidir quién de los dos tiene razón.
En cuanto a la inteligencia artificial, Diéguez también anima a seguir discutiendo en tanto que no existe una respuesta clara todavía acerca de sus beneficios globales (los beneficios parciales son evidentes) para la humanidad, coincidiendo con, por ejemplo, Coeckelbergh en cuyo libro Ética de la inteligencia artificial (Cátedra, 2021) se muestra también escéptico concluyendo su libro con una frase esclarecedora y en paralelo con las argumentaciones de Diéguez: “La IA es buena a la hora de reconocer patrones, pero la sabiduría no se puede delegar en las máquinas” (p. 164).
En el segundo capítulo el profesor Diéguez nos invita a pensar la inmortalidad que el biomejoramiento podría conseguir algún día. Tras analizar las propuestas de científicos y pensadores más o menos optimistas, y algunas técnicas científicas, como el alargamiento de los telómeros que favorecerían el incremento exponencial de la vida, llega a una conclusión que sigue la tónica escéptica y prudente de su libro: “está por ver” (p. 73). En efecto, todo lo relativo al transhumano está por ver porque hoy por hoy nada se ve excepto a un maltrecho ser humano con miedos excesivos a su futuro o anhelos patológicos de inmortalidad descuidando que en el medio entre ambos vicios es donde reside lo humano.
El tercer capítulo analiza los supuestos del transhumanismo, en el que se enfrentan las posturas bioconservadoras y tecnoprogresistas para dirimir cuáles son las fronteras del humano y de qué manera se podría asimilar o escindir del transhumano. Diéguez llega a una conclusión estremecedora que define bien al transhumano: “el transhumanismo es una lucha sin cuartel contra la muerte, pero para conseguir su victoria no duda en dejar atrás todo lo que hemos sido” (p. 83). Además —en esta cuestión sí se compromete nuestro autor— en tanto que tilda al movimiento transhumanista de desesperanzador, a diferencia del humanismo que, desde su conciencia de finitud, da, paradójicamente, muestras de esperanza. Con tales argumentaciones uno puede concluir que, si el transhumano debe ser humano y si el transhumanista debe ser humanista, ¿por qué seguimos recorriendo ese camino reflexivo que nos abocaría al sinsentido y a la relajación moral?
El capítulo continúa analizando los presupuestos en torno a las fronteras diluidas de lo que es la naturaleza humana y las sutiles diferencias, a veces inexistentes, entre lo que es lo natural y lo artificial, lo que es vida o no-vida, lo que es la identidad, el determinismo tecnológico, etc. De este modo, nuestro autor asegura que “la oposición radical entre transhumanistas y bioconservadores (…) constituye una falsa dicotomía” (p. 94); algo en lo que no es tan evidente el consenso en tanto que se trata de una de las pocas dicotomías de nuestro tiempo que los herederos de Foucault todavía no han logrado fusionar, a diferencia de esas mezclas cada vez más diluidas entre las derechas y las izquierdas, lo masculino y lo femenino, lo joven con lo viejo, Oriente y Occidente y los talibán con el Partido Transhumanista; ustedes sabrán disculpar mi hipérbole.
Por cierto, líneas más abajo Diéguez se refiere al popular Yuval Noah Harari con el despectivo término tecnofantasioso (“se entregó desde el principio a las tecnofantasías de los propagandistas” (p. 95)) pero varias páginas antes citaba a Harari de forma elogiosa (p. 20). Si bien es cierto que Harari parece a veces un autor de ensayo-ficción, no lo es siempre; sus libros entrañan contradicciones y prefiero quedarme, por ejemplo, con el Harari de Homo Deus (Debate, Barcelona, 2017) en el que se aleja de las tecnofantasías con afirmaciones como que, en el sistema escolar, “gran parte de su poder estriba en su capacidad de imponer sus creencias ficticias a una realidad sumisa (p. 194) o “[e]n el siglo XXI, la censura funciona avasallando a la gente con información irrelevante” (p. 430); es decir, no lo tildaría de tecnofantasioso, porque se aferra a una realidad desde la que establece hipótesis razonables que más que fantasías son hipótesis, así que mejor le cuadraría el término “tecnohipotético”. Disculpen esta última divagación sobre una cuestión prescindible del libro.
El cuarto capítulo se adentra en el infructuoso intento de definir qué es “naturaleza humana”. Con el rigor metodológico que caracteriza a Diéguez, el lector disfruta de distintos acercamientos a tan complejo concepto para concluir que aún no están claros los criterios para determinar qué es humano y por tanto los adalides del biomejoramiento extremo aún pueden escudarse en este hecho para, como un mal sofista, fomentar el mejoramiento humano salvaje en tanto que nada queda en nosotros que científicamente pueda considerarse sagrado o intocable. Diéguez deja claro el problema cuando argumenta que “[s]olo con mejores conceptos y mejores argumentos podemos enfrentarnos a las propuestas radicales del transhumanismo tecnocientífico” (p. 111).
Y si la naturaleza humana es poco menos que indefinible, mucho menos lo es el concepto de “dignidad”, al que se dedica el capítulo cinco. Diéguez lo tiene claro: no sabemos qué es la dignidad, pero intervenir en la línea germinal es un atentado contra la dignidad, signifique esta lo que signifique. Recuerda, con este ejemplo, al san Agustín que reflexionaba sobre el “tiempo” y solo acertaba a decir que si nadie se lo pregunta lo sabe, pero si quisiera explicarlo a quien le pregunta no lo sabe. Lo mismo sucede con la dignidad, pero en la medida que el tiempo y la dignidad nos moldean debemos tomar decisiones acerca de ambas, aunque carezcamos de una idea clara de lo que son. La acertada propuesta de Diéguez es moldear lo menos posible y siempre amparado por instituciones científicas y filosóficas internacionales que están aún por crearse.
El último capítulo Diéguez lo dedica a los tecno-animales; continuando con la prudencia que mostraba por los “tecnohumanos”, con el biomejoramiento animal habría numerosas reticencias morales proponiendo un cambio de actitud hacia ellos a partir de “formas, a ser posibles institucionalizadas, de velar por los intereses de los animales” (p. 180). El movimiento ecologista, sin duda, encontrará en este libro buenos argumentos para su lucha.
Es evidente que el tema del biomejoramiento humano es polémico y se presta a interpretarlo desde posturas ideológicas diversas llegando incluso a politizarse. Además, hoy en día, tal y como impera la dictadura-cultura de la cancelación, es preciso ser políticamente correcto pues, de lo contrario, una turba irracional se podría lanzar a hundir la carrera profesional de cualquiera. Las cautelas intelectuales que se precisan en estos tiempos las aplica bien Diéguez, pero el lector atento sabe que este libro no es políticamente correcto y que las palabras fluyen en sus páginas sin autocensura por mucho pensamiento cuidadoso que destile.
En definitiva, se trata de una provechosa y estimulante lectura para estos primeros días del otoño en torno al desafío de la filosofía al transhumanismo, en tanto que Diéguez, explicando al transhumano, nos interpela, como buen filósofo, acerca de las eternas cuestiones de la filosofía: “quiénes somos”, “de dónde venimos” y “a dónde vamos”.
Si desea citar esta página
Robles Loro, R. (2021). El desafío de la filosofía al transhumanismo. En Niaiá, consultado el 12/08/2021 en https://niaia.es/el-desafio-de-la-filosofia-al-transhumanismo/
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