David Seiz Rodrigo
Doctor en Historia. Profesor. Miembro del equipo Niaiá
Un poco de Historia
El final de la I Guerra Mundial dio paso a un nuevo modelo de relaciones internacionales. El nuevo modelo buscaba romper la política de frentes y las relaciones bilaterales que habían propiciado la guerra y sustituirlas por relaciones multilaterales que evitaran el encono de las posiciones. La guerra había planteado la necesidad de construir la diplomacia desde un punto de vista global. La exacerbación nacional que había propiciado la guerra parecía dar paso a un tiempo de compromisos y consensos para asegurar la paz.
La organización de espacios de debate y compromiso globales no era una novedad en el mundo contemporáneo. Dejando a un lado ejemplos antiguos y centrándonos sólo en el siglo XIX, quizás fuera la Primera Internacional obrera uno de los más serios esfuerzos por alcanzar compromisos transnacionales. Para estos internacionalistas los lazos de clase eran un espacio de compromiso y reivindicación por encima de las fronteras donde todo el proletariado del mundo estaba llamado a estar representado. El estado dejaba de ser el espacio de solidaridad esencial y era sustituido por la pertenencia a ese amplio conjunto de “desheredados de la tierra”.
Paradójicamente el siglo de las naciones era también los primeros movimientos con referencia internacional y con pretensión de adoptar acuerdos y dictar directrices comunes. Sin embargo, como la I Guerra Mundial demostró pronto, la propuesta globalista y la nacional avanzaron con distinto éxito. La guerra evidenció que la fuerza de la nación superaba cualquier otro llamamiento internacional y los obreros de diferentes naciones se desangraron en los campos de Francia.
La Sociedad de Naciones, surgida tras la Gran Guerra, fracasó en su intento de mantener la paz. El periodo de entreguerras, enormemente conflictivo, el triunfo de diferentes totalitarismos en Europa en los años 30 y el estallido de la II Guerra Mundial, arruinaron los primeros intentos de internacionalización de las relaciones diplomáticas. Esa ruina afectó también a la primera iniciativa para construir una “justicia universal”, la Corte Permanente de Justicia Internacional creada al amparo de la Sociedad de Naciones.
Habría que esperar hasta la finalización de la II Guerra Mundial para que la nueva dosis de barbarie y muerte aconsejara la creación de una nueva sociedad internacional, heredera de la fracasada Sociedad de Naciones, la Organización de las Naciones Unidas (ONU). El nacimiento de la ONU, completado con la creación de sus diferentes agencias, daría un definitivo impulso a esta idea de que los conflictos y los problemas a los que nos enfrentamos como sociedades son globales, aunque tengan a menudo una dimensión local o nacional que los explica.
Desde entonces, las organizaciones internacionales se han multiplicado y sus intervenciones también. Ciertamente son muchas las decepciones y los fracasos que se les atribuyen. La Guerra Fría y la interminable serie de conflictos del siglo XX y el XXI, en los que las resoluciones de la Asamblea General fueron paralizadas por la privilegiada posición de los miembros permanentes del Consejo de Seguridad, son ejemplos de esa falta de operatividad. La más reciente, por destacar una, ha sido el modo en el que la OMS (la Organización Mundial de la Salud) afrontó de la crisis del COVID19. Las políticas contradictorias entre naciones y la vaguedad de algunas de las medidas adoptadas en un primer momento por la agencia, llevaron a criticar duramente la utilidad de la OMS.
Desde posiciones nacionalistas es frecuente destacar las limitaciones de estas organizaciones y no son pocos los políticos que en términos nacionales promueven la autoexclusión de estas. Otras veces, con sutileza o a través de sistemáticos retrasos en el pago de las cuotas acordadas, se les niega financiación. Más grave, pues se trata de incumplimientos del orden internacional, se hacen oídos sordos a sus resoluciones y recomendaciones, siempre revisadas desde la perspectiva de los intereses nacionales. El ejemplo cercano del gobierno de Donald Trump y su sistemática oposición a las políticas de la OMS o su rechazo a asumir los compromisos adoptados en las Conferencias Internacionales del Cambio Climático, lamentablemente no son excepcionales. Muchos son los países que incumplen de forma flagrante estos acuerdos y que obvian el haberlos refrendado en algún momento.
Resulta sencillo recordar ejemplos donde las organizaciones internacionales han fracasado y es frecuente culpabilizarlas de los efectos provocados cuando, sin embargo, esos fracasos son atribuibles en su inmensa mayoría a los intereses cortoplacistas o estratégicos de los gobiernos nacionales. Curiosamente no son las naciones las que sufren mermas en su credibilidad, sino las organizaciones internacionales unas veces tachadas de inútiles y otras de obstaculizar con sus dictámenes políticas locales.
Podríamos decir que las naciones y las organizaciones internacionales parten de dos presupuestos diferentes. Las primeras entienden los conflictos en términos de interés propio; en el segundo se considera que puesto que es la comunidad humana es la que padece los problemas es, por tanto, la comunidad quien tiene la legitimidad para arbitrar respuestas comunes. Este principio tropieza con el hecho de que los estados, a pesar de todo, siguen siendo la unidad básica en las relaciones internacionales. Esta concepción territorial y estatalista entra en constantes contradicciones con los derechos individuales conculcados por los propios estados y sobre sus propios ciudadanos. Por el momento no hay política internacional suficientemente dotada y madura para evitar tales desviaciones. Conceptos como “Comunidad Internacional” quedan reducidos a reuniones entre representantes estatales, pero no son asimilables a ningún tipo de soberanía global.
Dicho todo lo anterior podría considerarse que el internacionalismo es un completo fracaso y sin embargo el mundo contemporáneo es un mundo cada vez mas multilateral. La industria, el comercio, la salud, la economía o la seguridad son ámbitos en los que acuerdos internacionales llevados a cabo en agencias, organizaciones y foros internacionales definen un plan mundial, propósitos comunes y el diseño de medidas que gozan de amplios y que se aplican en la mayoría de los países.
¿Qué podemos esperar y qué podemos pedir a las organizaciones internacionales?
Llama la atención en términos culturales cómo dos de las grandes sagas de Ciencia Ficción, Star Trek o la Guerra de las Galaxias, basan su relato en los conflictos de una federación de planetas, especies y sociedades. En ellas todos los problemas tienen su causa en el fracaso o las dificultades de tales federaciones. Estás ficciones trasladan a términos de cultura popular esa aspiración a un gobierno planetario, democrático e igualitario, donde ningún actor (especie, planeta o nación) tiene más fuerza que otros o goza de mayor representación.
Hoy en día es una idea común que, si los problemas son globales, las soluciones lo deben ser también. Para muchos, tal y como esa cultura popular muestra, ese globalismo es un horizonte ideal para la resolución de las cuestiones más graves. Puestos a imaginar, imaginamos un futuro sin enfermedad, sin barreras idiomáticas o culturales, y donde existe un gobierno universal.
En términos realistas y dejando a un lado la ficción, mucho se espera en términos de seguridad alimentaria, derechos, salud o medio ambiente de las instancias internacionales y esto a pesar de que a menudo parezcamos anclados en el esquema decimonónico de estados-nación. A pesar de ello cuando los problemas arrecian muchos buscan el apoyo de estas organizaciones y agencias; las crisis migratorias, las hambrunas, las crisis sanitarias o de seguridad son buenos ejemplos.
A pesar de que se las busque en estas situaciones de conflicto es preciso reconocer su limitadísima capacidad para dar amparo a quienes ven sus derechos fundamentales cercenados. La protección más efectiva de los derechos reconocidos en las declaraciones universales sigue dependiendo hoy en día de la fortaleza de nuestros pasaportes. Los estados son, por tanto, los garantes de los derechos y quienes asumen los compromisos para defenderlos. La humanidad a la que se refieren esas declaraciones queda supeditada a los estados y el individuo no puede sustraerse a esa vinculación, ni reclamar esos derechos universales, sin el amparo de una nación detrás.
Otra amenaza para el trabajo de estas organizaciones internacionales es esa parte del discurso posmoderno sobre la cultura para el cual los seres humanos estamos separados en comunidades que solo pueden ser comprendidas y aceptadas desde sus particulares coordenadas. Este tribalismo moderno se opone a las ideas de globalización y al cosmopolitismo que las sostiene. Precisamente ese cosmopolitismo está en el centro de las críticas de los modernos populismos nacionalistas enemigos furiosos de cualquier consideración internacionalista. Esa recuperación de las idiosincrasias, de los particularísimos tribales, de escalas de valores propias y a menudo tradicionales, que se contraponen a acuerdos básicos como los derechos, pero que se extienden a otros ámbitos también.
Si miramos la capacidad de las organizaciones internacionales bajo el prisma de la clásica división de poderes de Montesquieu, se evidencia que las organizaciones internacionales gozan de cierta capacidad normativa (aunque limitada a los compromisos nacionales). En términos ejecutivos las organizaciones internacionales tienen una muy limitada capacidad y siempre mediatizada los los estados. En cuanto al poder judicial es evidente que la posibilidad de aplicar castigos, correcciones o juzgar como delitos o faltas los incumplimientos, choca primero con la protección de los estados a sus nacionales y segundo con la inexistencia de tribunales suficientes o reconocidos que juzguen en términos globales. Ni siquiera el Tribunal Internacional de la Haya tiene un universal reconocimiento y se trata de un tribunal que se dirige a la protección de los derechos humanos. Parece evidente que estamos lejos de un gobierno mundial, pero ni siquiera estamos cerca de lograr un espacio universal de derecho.
Una conclusión
Aunque parece evidente la evolución hacia modelos de integración internacional a través de organizaciones, agencias y foros, el peso de las mismas está hoy lastrado por una reafirmación nacional y un culturalismo tribalista que pone en duda la posibilidad de consensos universales. La evolución del cosmopolitismo, el globalismo o la internacionalización tiene a corto plazo una triste perspectiva. Quizás estos brotes nacionalistas sean la consecuencia precisamente de una tendencia cada vez más poderosa a establecer políticas generales desde estas organizaciones y también al temor de los estados y sus élites a perder la capacidad de intervención directa que se tiene en ámbitos más estrechos. Quizás este momento histórico sea una pausa en un proceso que parece firme hacia esa multilateralidad y esos modelos de participación internacional. A veces hay que dar un paso atrás para conseguir una mejor zancada.
Para citar esta entrada
Seiz Rodrigo, David (2022) Las organizaciones internacionales en Niaiá, https://niaia.es/las-organizaciones-internacionales/
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