David Seiz Rodrigo
Doctor en Historia. Profesor de Enseñanza Secundaria. Membro del equipo Niaiá
Una nueva fiebre iconoclasta azota occidente. Los ídolos son derribados. Los monumentos son abatidos y el recuerdo de los representados en ellos es impugnado. Un deseo de borrar la memoria de sus vidas recorre el mundo. De pronto descubridores, colonizadores, monarcas, presidentes, generales y predicadores nos ofenden con su presencia en las calles. Nos recuerdan que un día hubo reyes, hubo colonias, hubo quienes descubrían nuevas tierras de camino a su propio enriquecimiento o quienes defendieron guerras que entendemos hoy injustas. Ocupan un espacio público que es de todos y que sus efigies se apropian, perpetuando la vergüenza de las ideas que defendieron o alguno de sus actos, si no todos. Pero sobre todo manteniendo una memoria de la historia trazada con glorias que ahora a muchos parecen ajenas o vergonzosas.
De entre todas las fiebres y enajenaciones que la Historia promueve siempre me ha asombrado su capacidad para hacernos partícipes de méritos que no son nuestros y vergüenzas por actos que nunca cometimos. El dolor o el júbilo por guerras ganadas o perdidas por antepasados de los que en su mayor parte desconocemos incluso donde reposan sus huesos y cuyo recuerdo sobre las razones para matar o morir están llenas de inexactitudes. Toda memoria histórica tiene una contra memoria, esa construcción sobre nuestro pasado que elige lo que recuerda y lo que olvida y que nos arma para nuestras batallas del presente. Los usos perversos de Clío son tantos que en ocasiones cuesta distinguir los buenos.
Las reciente iconoclastia conmemorativa es un nuevo capítulo de la constante y voluble construcción de la memoria de las sociedades. Los viejos ídolos son sustituidos y quienes los defendían o ya no están para mantenerlos o han sido desplazados por una cultura política y una sensibilidad social que los has convertido en marginales.
Esa apropiación del pasado, esa glorificación de un relato nacional o ideológico a través de hitos monumentales fue explicada con maestría por Pierre Nora en “Les lieux de mémoir”. Para ser justos con el historiador francés hay que decir que Nora distinguía precisamente entre historia y memoria y atribuía a la primera una voluntad de aniquilación del pasado, particularmente de la memoria de él. La memoria es sospechosa para la Historia. La historia impugna el pasado, lo interroga, lo analiza y descompone, pero no es su propósito celebrarla ni convertirla en un recorrido de virtuales glorias, sacrificios y méritos. Deslindar memoria e historia puede ser muy tranquilizador para quienes hemos desperdiciado nuestra vida estudiándola, pero en el lenguaje común resultan indistinguibles. En estos días oímos a muchas voces dolerse de todo ataque a la memoria del pasado como un ataque a la historia. Algo que me parece profundamente erróneo.
Conviene aclarar que la furia iconoclasta no es un ataque a la historia si no que se trata de una agresión contra la memoria. Y en esto, la confusión entre ambas juega un papel esencial en el debate público pues, a menudo, se acusa a quienes defienden la revisión monumental de nuestro espacio público como personas ignorantes de la historia y a sus acciones como un ataque a la propia historia del país. En el otro lado, quienes defienden el mantenimiento de los monumentos, lo hacen desde el argumento de que son “parte de nuestra historia” y que por lo tanto deben ser conservados.
El debate cobra especial importancia cuando los monumentos son panegíricos de héroes en los que parte de la población no se reconoce o que rechaza de forma abierta. Con especial virulencia sucede cuando los monumentos recuerdan regímenes ominosos. Cada élite política, cada cambio de régimen, cada mirada hacia el pasado reconstruye una cartografía de lugares de la memoria, un nomenclátor diferente y un diseño monumental distinto. Los monumentos, como las ideas, los libros, las élites políticas o intelectuales, son sustituidos por una nueva generación que eleva sus propios monumentos y genera una nueva memoria conmemorativa.
Los ejemplos abundan y son tan evidentes que provocan sonrojo, los recorridos mitico-heróicos del más reciente nacionalismo catalán en torno a la caída de Barcelona en 1714, son criticados desde otras posiciones nacionales como inexactos y tramposos. Evidentemente lo son, pero tanto como el de otras memorias nacionales, siempre construidas a partir de la necesidad de justificar el presente. Francia, construyó su memoria a partir de sus ancestros galos, tal y como ironizaba François Reynaerd en “Nos Ancêtres les Gaulois”, del mismo modo que la historiografía liberal española del XIX, de la mano de la Historia General de España de Modesto Lafuente, dibujó su unidad y el destino de los españoles en torno a las heroicas derrotas , desde Numancia a Sagunto al Mayo 1808 frente al francés, siempre defendiendo la libertad.
Impugnar esos relatos heroicos quizás sea nuestra primera obligación, ya no de historiadores, si no de ciudadanos. Como historiador confieso mi agotamiento ante estas relaciones de “heroicidades pasadas” y me preocupa enormemente el entusiasmo que genera en muchos ciudadanos el recuerdo de memorias ofendidas o victorias y derrotas de antaño. Julián Casanova en su reciente Memoria de la Violencia del siglo XX exponía con buen criterio, a propósito de la Guerra de Yugoslavia, cómo la reconstrucción de una memoria histórica de ofensas y desencuentros había servido a posteriori para justificar una guerra cuyo origen tenía mas que ver con los intentos de las élites políticas locales de defender y aumentar sus privilegios.
Para quienes consideramos como Walter Benjamin que la historia es una interminable sucesión de desgracias, que se amontonan unas sobre otras, la necesidad de conmemorar tendría siempre más que ver con la reparación de las víctimas a través de la memoria de la injusticia, que de un relato sobre intangibles naciones o pueblos míticos. Para los oprimidos, como nos recuerda Benjamin, la regla ha sido siempre vivir en un “estado de excepción” y sin duda estos merecen ser reclamados por una memoria que ponga el acento en el sacrificio anónimo y a menudo involuntario, de hombres y mujeres que nos han precedido y sobre cuyo sufrimiento se construyeron nuestras libertades o nuestra prosperidad.
No he contemplado jamás mejor monumento que el silencio estremecedor de los cementerios de los campos del Somme (particularmente los más pequeños) o de las playas de Normandía, donde se alinean las idénticas cruces que abrigan los restos de miles de soldados. En Estados Unidos, desde donde ahora escribo, me impresionan los camposantos compartidos por soldados de la unión y confederados en las laderas donde se celebraron las batallas que les arrebataron la existencia. Sin duda, ellos son los derrotados, por más que sus naciones o sus banderas lograran alguna victoria. El nombre y la fecha, el lugar y la ocasión, sin boato, sin justificación, sola la evidencia de la muerte y el reconocimiento de la misma. Un “memento mori” explícito, el silencioso mandato de tomarnos en serio la vida para evitar engrandecer las cohortes de la muerte con anticipación.
Lamentablemente, no estoy seguro de si esta moderna furia contra las estatuas, es una impugnación de la memoria heroica tal como describía antes o simplemente pretende sustituir una memoria por otra, tan falaz y superficial como la anterior, sospechosa incluso cuando está cargada de buenas intenciones. Por ello, siento la duda de la naturaleza de algunas de estos derribos y sobre su utilidad histórica de los mismos.
Entender el pasado y hacer historia pasa también por analizar aquello que en diferentes momentos las sociedades han querido perpetuar. A pesar de lo que conmemoran, en ocasiones los monumentos son útiles testigos de esas memorias del pasado, de esas justificaciones que nos ayudan a entender la evolución ideológica de las sociedades y sus dinámicas. Las memorias colectivas se construyen a partir de selecciones, olvidos interesados . Sin duda, la memoria debe estar abierta a modificaciones y correcciones porque la sociedad está sometida a idénticos vaivenes, pero no me resulta tan claro que condenar esas memorias superadas suponga destruir por completo su recuerdo porque creo que son parte de nuestra propia historia, la historia de las memorias.
¿Qué hacer, pues, con todas aquellas que de repente resultan controvertidas? Una solución que me resulta interesante es el Memento Park en Budapest, un parque a las afueras de la ciudad húngara dedicado a todas las estatuas y monumentos levantados durante el periodo comunista, una especie de cementerio de las memoria del régimen surgido tras la II Guerra Mundial. Allí reposan todos los héroes socialistas que la llegada de la democracia el país estimó que no eran merecedores de ocupar el espacio público.
Posiblemente todas las sociedades podríamos tener un museo de ese estilo, en el que de manera crítica se pudiera reflexionar sobre valores e individuos que los encarnaron en el pasado cuya presencia hoy en el espacio público sería discutible. Muchas de ellas sin duda son obras mediocres pero no faltan obras notables y dignas de reconocimiento artístico por más que el motivo o la persona representada no nos parezcan dignos de memoria. Hoy admiramos obras del pasado en museos dedicadas a muy discutibles razones o individuos, y lo hacemos desde el sentido artístico sin entrar en la oportunidad de celebrar por ejemplo “el poder absoluto” de un monarca del pasado.
Puesto que las memorias son diversas, evolucionan a lo largo de la historia y están sujetas a revisión, el debate no es tanto sobre la construcción de esa memoria como sobre el uso que las diferentes memorias hacen del espacio público. Ese espacio que estas manifestaciones iconoclastas tratan de revisar o de modificar.
Creo que un elemento esencial para construir sociedad es establecer que el espacio público sea un espacio de convivencia y no de confrontación. En el ágora es nuestra voz que se eleva la que defiende una postura o una forma de entender a la propia sociedad, no puede ser la arquitectura del ágora la que predetermine qué posiciones son las ortodoxas. Por todo ello, debemos ser muy escrupulosos con la utilización del espacio público en términos de memoria. La utilización del callejero de manera partidista rompe con ese principio que formulaba sobre la neutralidad del espacio común. El terreno de juego no puede estar construido contra una parte de la sociedad, no puede servir para la revancha a través del nomenclátor.
Me sorprende la inconsciencia o la mala idea de quienes rotulan las calles de sus ciudades con grandilocuentes nombres de hechos o héroes propios, en contra de una parte importante de la propia ciudadanía. No dudo del valor que para determinados ciudadanos tiene la figura de Margaret Thatcher, Largo Caballero, el General Mola o el 1 de octubre. Ni siquiera dudo de la importancia histórica de estos individuos o acontecimientos. No entro a compararlos, no los juzgo históricamente. Sin embargo resulta evidente que no hay un consenso amplio sobre su valor cuando una parte de la ciudadanía los mira con sospecha. El espacio público, que pertenece a todos, debería ser utilizado evitando que una parte de la sociedad pueda sentir que se hace en contra de sus propias memorias.
A pesar de lo dicho, conviene huir de un exceso de celo en nuestros juicios sobre el pasado. La historia no es juez del pasado y conviene acercarse a ella relativizando algunos principios. Condenar cualquier celebración de un personaje del pasado por su defensa de ideas que hoy nos parecen deleznables, pasa por alto el hecho de que es relativamente sencillo que nuestros antepasados nos avergüencen; especialmente si consideramos las hegemónicas opiniones sobre la mujer, las clases sociales o el trato a otros seres humanos. El monumento y la conmemoración son algo excepcional y por lo tanto es algo excepcional lo que se recuerda, no debemos entender un homenaje como la celebración de toda una vida. La vida de los seres humanos está llena de claroscuros y es probable que atendiendo a toda una biografía encontremos una razón para el rechazo.
Creo que el espacio púbico y su uso conmemorativo debe estar sujeto a debate y a revisión constante. Que los paisajes conmemorativos que forman nuestras ciudades, son flexibles, evolucionan y se transforman por la propia naturaleza viva de la ciudad. Sostengo que el error de las furias iconoclastas no es su crítica a la conmemoración de una u otra figura o hecho del pasado, algo que puedo entender y compartir, si no la imposición de una nueva ortodoxia memorialista o el resultado de algún proceso de linchamiento más o menos espontáneo circunscrito a un grupo de opinión. Me parecen tan carentes de derecho las imposiciones de memorias a las que a menudo nos someten nuestras élites políticas como las espontaneas reacciones de furia que plantean derribar ídolos ajenos o antiguos.
Recuperar el espacio público supone hacerlo de todos, recuperarlo como lugar de debate y de reunión y como algunos geógrafos nos advierten, evitar esa tendencia del liberalismo contemporáneo a su privatización. El espacio público ha de ser sentido por todos como propio. La iconoclastia, sin ese debate, pierde ese último sentido de revisión de memoria para convertirse en una imposición más, en una privatización más. Tristemente, la negación del contrario, que a diario vemos en parlamentos y medios, parecen influir también en el modo en el que construimos una memoria común y diseñamos espacios comunes para la memoria.
Revisemos sin reparos qué merece ser recordado, pero no perdamos de vista que la memoria tiene un objetivo fundamental, crear comunidad. Por tanto, el uso del espacio público debe contar con cierta unanimidad y si no, al menos, de una necesaria neutralidad que asegure que no se eleva contra la memoria de otra parte de la misma sociedad.
Dicho esto, siempre que nuestro objetivo último no sea precisamente lo contrario, hacer nuestra convivencia más difícil. Últimamente tengo serias dudas.
Para citar esta página
Seiz Rodrigo, David (2020). Las modernas iconoclastias. El 12/10/2020 en https://niaia.es/las-modernas-iconoclastias/