Roberto Colom
Catedrático. Facultad de Psicología. UAM.
Steve Ceci y Wendy Williams son dos académicos estadounidenses de la Cornell University que hicieron el siguiente experimento:
- Enviaron un texto a más de 60 colegas de universidades de USA y Canadá.
- El texto no estaba firmado por nadie a propósito, pero a un subgrupo de esos colegas sí se les comunicó quién era el autor.
- Se les pidió valorar el texto en una escala de 1 a 9, siendo 1 muy liberal (izquierda), 5 de centro, y 9 muy conservador (derecha).
- La valoración media de quienes ignoraban quién era el autor del texto fue de 5 (la desviación típica fue de 1,3).
- Se concluyó, por tanto, que el texto no era ni de izquierdas ni de derechas, sino que su contenido era neutral en cuanto a su orientación política.
Se preguntarán, probablemente, cuál fue el resultado en el caso de los que sí supieron quién era el autor. Tengan un poco de paciencia.
Pienso que lo que revela este experimento a pequeña escala (como lo califican Ceci y Williams) es iluminador cuando se conoce qué hay detrás.
El texto corresponde a la conferencia que Charles Murray fue invitado a impartir en el Middlebury College de Vermont en la primavera de 2017. Estaba anunciado que el contenido giraría alrededor de su ensayo ‘Coming apart’. Sin embargo, la presentación tuvo que cancelarse por las airadas protestas de un grupo de estudiantes y profesores que ya estaban en el salón de actos (en el que se acumulaban unas 400 personas). La profesora que le había invitado tuvo que visitar las urgencias de un hospital para que se le colocara un collarín a consecuencia de las agresiones recibidas cuando intentaba, junto a su invitado, abandonar el edificio.
Algunos días después, más de 4.500 profesores firmaron un escrito para criticar duramente los sucesos (Ceci y Williams estaban en la lista de firmantes). Declararon, entre otras cosas, lo siguiente:
“Debemos oponernos al intento de silenciar a aquellos de quienes discrepamos, especialmente en las universidades. Todos debemos estar dispuestos a, incluso ansiosos por, debatir para buscar la verdad ofreciendo razones, evidencias y argumentos (…) especialmente si la persona con la que conversamos pone en entredicho nuestras más queridas creencias.”
El extenso artículo de Ceci y Williams explora una serie de mecanismos psicológicos que pueden estar detrás de la oleada actual dirigida a silenciar a quienes discrepan de determinados dogmas. Hay numerosos casos en Norteamérica, pero la tendencia comienza a extenderse a la vieja Europa. No es éste el lugar de entrar en demasiados detalles, por lo que me limitaré a enumerar esos mecanismos:
- Percepción selectiva: los testigos del mismo suceso no suelen relatar idénticos detalles y, a menudo, son bastante diferentes.
- Valoración irracionalmente positiva de los argumentos mantenidos por los miembros del mismo grupo.
- Sesgo de comprensión ilusoria: supone sobreestimar la propia capacidad para entender cuestiones controvertidas.
- Sesgo del punto ciego: percepción de las demás perspectivas como más sesgadas que la propia.
- Sesgo de mi lado: supone registrar evidencia confirmatoria y valorarla positivamente.
- Valorar positivamente la afiliación al propio grupo y negativamente la afiliación a los demás grupos.
- Realismo ingenuo: implica aceptar que tus argumentos son los únicos que se basan en la verdadera realidad.
- Escepticismo motivado: los argumentos congruentes con las propias actitudes se consideran más válidos que los argumentos contrarios, independientemente de su demostrada validez. La tendencia acentúa la polarización con el tiempo.
- Demostrar una patente falta de conciencia sobre las propias lagunas de conocimiento y una discutible competencia para valorar la evidencia.
En el caso del Murray’s affair en el Middlebury, quienes protestaron confesaron abiertamente no haber leído el ensayo objeto de la conferencia y justificaron sus actos porque el autor era un ‘reconocido supremacista’. Un sociólogo de esa universidad que apoyó las protestas contra Murray escribió:
“No solamente se les pide a los estudiantes que acepten en el campus la presencia de un racista, sino que además se les echa en cara que no hayan invertido el fin de semana para leer su ensayo –desautorizado desde hace tiempo por muchos—para poder debatir con él en un maravilloso diálogo.”
Algunos de quienes mostraron su apoyo a los que protestaron declararon que su acción equivalía a las protestas históricas contra tiranos y asesinos de masas, es decir, que estaba moralmente justificado romper las normas del campus. A mi entender de modo preocupante, algunas encuestas señalan que 2 de cada 10 universitarios consideran admisible el uso de la violencia para impedir que alguien hable en los campus si lo que se supone que expondrá puede llegar a incomodar a alguien.
Volviendo al texto de Murray, quienes lo valoraron sin conocer su autoría escribieron cosas como las siguientes:
- “Si el autor pretende adoptar una posición ideológica, la verdad es que yo no lo capto” (recuérdese que se pedía valorar la orientación política del texto).
- “Él o ella no está hablando de política.”
- “El texto es básicamente descriptivo. Soy incapaz de ver una hoja de ruta política.”
- “Ningún conservador hablaría de clases sociales.”
- “Imagino que tanto profesores como estudiantes pensarán que el texto es conservador porque apenas se habla de raza, género, desigualdad o pobreza.”
Los comentarios de quienes sí sabían quién era el autor fueron, sin embargo, bastante diferentes. Mi ejemplo favorito es este: “mi valoración del texto como conservador se basa más en lo que omite que en lo que dice”.
El reconocido sesgo de izquierdas en los campus puede considerarse como una seria limitación a la libertad de expresión. Y la coyuntura es escandalosamente unilateral. A los conferenciantes de izquierdas que los de derechas consideran ofensivos jamás se les ha impedido expresarse libremente en los campus, subrayan Ceci y Williams.
Al menos en los Estados Unidos, la ley contempla un principio básico: el lenguaje que ofende o daña los sentimientos de alguien no es objeto de sanción, siempre que no provoque una respuesta directa dramática o peligrosa. Ahí cabe incluso el denominado ‘hate speech’ (siempre que no suponga una amenaza directa demostrable). Solamente las amenazas directas o la incitación a realizar conductas ilegales son susceptibles de prohibición. Varios campus universitarios se alejan de ese principio por lo que suelen perder sus casos cuando terminan en los juzgados ordinarios.
El ambiente intelectual que se le presupone a la universidad implica, necesariamente, el libre intercambio de ideas, sin restricciones. Las dudas al defender con entusiasmo la libre circulación de ideas son un ingrediente altamente tóxico para la salud intelectual de los campus, pero también para la salud de la democracia. Las autoridades académicas que se vean aquejadas de ese síndrome dubitativo deberían dimitir y dejar paso a quienes se comprometan a defender y promover el intercambio respetuoso de distintas ideas. Las autoridades que atiendan a peticiones destinadas a cancelar conferencias por su contenido supuestamente controvertido y que coquetean con la posibilidad de establecer los llamados ‘espacios intelectualmente seguros’, deberían ser reprobadas por la comunidad universitaria por violar el espíritu esencial de las universidades.
Ceci y Williams consideran, a mi juicio con buen criterio, que (1) no existe una alternativa real a la libertad de expresión y (2) el paso por la universidad debe suponer que nuestras más queridas creencias se vean vapuleadas con argumentos. Son esos dos principios que contribuyen a sustituir mera opinión por conocimiento. ‘Common Ground’ e ‘Intelligence2’ son modelos de libre discusión de distintas ideas. Es crucial no dudar del hecho de que ningún colectivo universitario se puede arrogar el derecho de determinar qué se puede y no se puede discutir en el campus:
“Los estudiantes tienen la inteligencia requerida para valorar la evidencia y nadie tiene el derecho de decidir por ellos qué evidencia se les permitirá valorar.”
Algunos sondeos revelan que casi 7 de cada 10 ciudadanos que han pasado por la universidad en los USA consideran que las autoridades no hacen lo suficiente para que a los estudiantes les quede meridianamente claro el valor que posee la libertad de expresión. Someterse a distintas perspectivas es fundamental y estimular la defensa de las propias ideas con argumentos basados en conocimientos, no en meras opiniones y sentimientos, contribuye a moderar posturas y favorece un entendimiento constructivo dentro de la discrepancia.
Los autores del artículo en el que se basa este post terminan citando a Steven Pinker para ejemplificar por qué es absolutamente esencial abandonar las dudas a la hora de promover el libre intercambio de ideas, tanto en la universidad como, por supuesto, en la sociedad:
“¿Cómo llegaron al poder los monstruosos regímenes del siglo XX? La respuesta es que grupos de fanáticos silenciaron a sus críticos y adversarios. Las elecciones de 1933 que elevaron a los nazis fueron precedidas por años de intimidación, asesinatos y violento caos. Una vez instalados en el poder, los totalitarios criminalizaron cualquier crítica al régimen”.
Preparémonos adecuadamente para lo que está por venir o lo lamentaremos.
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Colom, Roberto (2020). Opinión y conocimiento. En Niaia, consultado el 10/01/2020 en https://www.niaia.es/opinion-y-conocimiento