Roberto Colom
Catedrático en Psicología Diferencial. UAM
El profesor Félix García Moriyón publica ‘La educación moral. Una obra de arte’ (PPC, 2021). Su pretensión es recoger lo que aprendió durante sus numerosos años dedicados a la enseñanza y su tesis central es la siguiente:
“La educación formal es una tarea política y ética, poniendo el énfasis en lo segundo.”
Así, de entrada, esa tesis resultará chocante para científicos como yo acostumbrados, por instinto, a mantener separada la investigación de las consecuencias políticas que pudieran derivarse de los resultados observados. También lo será para los docentes universitarios que transmiten conocimientos y habilidades, vinculadas a una determinada área de conocimiento, y que se esfuerzan por dejar a un lado sus propias inclinaciones políticas. Debido es reconocer, no obstante, que, a veces, algunos colegas caen en la tentación y muerden la manzana prohibida.
Me resulta difícil valorar el mensaje del autor, dirigido especialmente a quienes transitan por ciclos escolares no universitarios.
Algunas de las preguntas que buscan respuesta en su ensayo son: ¿para qué vamos al colegio? ¿en qué clase de persona desea convertirse el alumno? ¿en qué mundo desea vivir?
Félix no duda de que el proceso educativo es, en esencia, una educación moral dirigida a que el alumno se convierta en una persona “íntegra, auténtica, buena y bella”. Ahí es nada.
Le resulta insuperable considerar el papel de la meritocracia, inclinándose a valorarla negativamente: “son muchas más las personas que, por más que se esfuercen, nunca llegarán.” Evita meterse en más berenjenales, aunque podría y pienso que debería haberlo hecho, dada su enorme relevancia.
Discute cuestiones de calado como la globalización o la secularización, llegando a conclusiones escasamente alentadoras: “una consecuencia negativa del pluralismo radical es que puede conducir a una fragmentación perjudicial de la sociedad (…) el pluralismo puede terminar destruido por la manipulación social organizada y dirigida por nuevos despotismos ilustrados [‘que suelen tener más de despotismo que de ilustración’] apoyados por una potente minería de datos y la constante censura de aquello considerado pensamiento políticamente incorrecto.”
En el capítulo dedicado a la ética del profesorado, nuestro autor señala que el docente debe poseer dos virtudes: paciencia (para ajustarse a los tiempos de aprendizaje de los distintos alumnos) y cariño (intentando incansablemente que el alumno aprenda lo que debe). Pura fantasía, naturalmente, pero inevitable en un autor que es, certificadamente, una buena persona que alberga en su seno las mejores intenciones.
Seguidamente se introduce en lo que, piensa quien esto escribe, es especialidad del autor: el aula como comunidad de investigación ética. No en vano fue responsable de presentar en la comunidad hispana el célebre programa ‘Filosofía para Niños’, original de Matthew Lipman y Ann Sharp.
En la página 103 de su texto se identifica, no obstante, una declaración que puede tensar peligrosamente su edificio argumental:
«Hay niños cuyo comportamiento moral es mejor que el de las personas adultas con las que tratan, incluido sus educadoras»
¿Cómo es eso posible si esos niños aún carecieron del recorrido vital necesario para ni siquiera plantearse las preguntas cruciales de en qué clase de persona desean convertirse y en qué mundo desean vivir?
Considero que es preciso que nuestro autor ofrezca una respuesta.
A lo mejor no todo, o incluso la mayor parte, pasa por ese proceso de educación moral y hay algo en las personas, de fábrica, que facilita o dificulta eso de convertirse, o ser, alguien “íntegro, auténtico, bueno y bello”. Como declaraba Lawrence Wright, después de revisar la evidencia científica, no nos convertimos en algo, sino que ya lo somos (desde el principio). Si así es, entonces los objetivos del tipo de educación que propone Félix pueden llegar a matizarse bastante.
También suscribe nuestro autor una relación de igual a igual en la educación. Pero es fácil discrepar de esa perspectiva. El alumno se encuentra en proceso de maduración, mientras que el docente superó esa fase con creces. Ese simple hecho convierte la situación es asimétrica por definición. Además, el profesor sabe muchas cosas que el alumno desconoce. Escribe Félix:
«Los niños tienen derecho a opinar sobre los asuntos que les afectan»
Es bastante discutible si consideramos los resultados del informe PISA que permiten concluir que el 90% de los examinados, en los países de la OCDE, son incapaces de distinguir hechos de opiniones después de leer un determinado texto. La cosa es bastante grave si recordamos que esos evaluados están a punto de llegar al pico de madurez cognitiva.
Aunque de tanto en tanto el autor parece aceptar que el alumno es un ente activo, en lugar de pasivo, y que hace sus propias elecciones según sus particulares inclinaciones, declara en su texto cosas que contradicen esa aceptación:
«La compasión genera compasión; la tolerancia engendra tolerancia, y escuchar produce escuchar».
No es así, lamentablemente.
También suscribe la práctica de que las familias se involucren en lo que sucede en la escuela. Ignoro dónde está la evidencia científica que apoya esa declaración. Otros profesores, con larga trayectoria también, discreparían. Y algunos científicos se posicionan de modo absolutamente contrario.
En el capítulo final se explica por qué debe considerarse la educación como una obra de arte. Vuelve a recordar nuestro autor la naturaleza ética de la educación formal, evitando, eso sí, la tendencia a adoctrinar que ya denunció en una obra anterior.
Educar es una obra de arte porque requiere creatividad. Cómo se defina esa creatividad es harina de otro costal.
Concluye subrayando tres cuestiones esenciales:
- Cada persona es única, es decir, no hay dos individuos iguales.
- Los humanos debemos ofrecer una imagen social coherente con lo que somos.
- Somos lo que queremos ser.
Por lo ya comentado en esta reseña, puede deducirse que quien esto escribe concordaría con el primer punto, pero para nada con el tercero. Y el segundo tiene demasiada enjundia para dedicarle el espacio que merece. Eso de la identidad y la reputación es absolutamente crucial.
En suma, como es habitual en las numerosas obras publicadas por este autor, la lectura de este ensayo produce sensaciones encontradas. Por un lado, parece perseguirse el objetivo de atender a las evidencias acumuladas por la ciencia. Pero, por otro lado, lo que al escritor le parece correcto posee tanta fuerza que parece olvidar lo que sabe a ciencia cierta. Como suelen declarar cansinamente los genetistas de la conducta, una cosa es lo que es y otra lo que podría ser. Es peligroso coger con la mano derecha un mensaje y con la izquierda otro mensaje, para seguidamente redactar un texto en el que a veces se mira a la derecha y otras a la izquierda, pero rara vez a ambas simultáneamente.
Para citar esta entrada
Colom, Roberto (2022) Lecciones de alguien dedicado toda una vida a la educación. En Niaiá, https://niaia.es/lecciones-de-alguien-dedicado-toda-una-vida-a-la-educacion/
Si lo desea, puede volver a publicar este artículo, en forma impresa o digital. Pero le pedimos que cumpla estas instrucciones: por favor, no edite la pieza, asegúrese de que se la atribuye a su autor, a su institución de referencia (universidad o centro de investigación), y mencione que el artículo fue publicado originalmente en The Conversation y Niaiá.