El síndrome del barón de Münchhausen

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Félix García Moriyón

Profesor Honorario UAM. Miembro del equipo Niaiá

La libertad es una dimensión o rasgo absolutamente específico de los seres humanos, ausente en cualquier otra especie animal. Para las reflexiones que expongo a continuación basta con definirla como la capacidad, pero también la necesidad, de tomar decisiones por nosotros mismos sobre nuestra propia vida y sobre la sociedad en la que vivimos. No se reduce a la capacidad de tomar decisiones ante situaciones concretas de la vida cotidiana, sino que implica algo más radical: decidir la clase de persona que queremos ser y la clase de mundo en el que queremos vivir. Y es eso lo que hace de los seres humanos unos seres morales enfrentados al problema el bien y del mal; ninguna otra especie animal tiene esa dimensión ética, y solo metafórica o analógicamente podemos hablar de comportamiento moral en los animales.

La libertad es, por tanto, uno de los bienes más valiosos del ser humano, como ya decía el Quijote a Sancho Panza o Segismundo en su celda, recogiendo un convencimiento muy antiguo que en la Edad Moderna europea adquiere una nueva dimensión. No obstante, la libertad se puede vivir como algo negativo que lleva consigo serios riesgos, como exponen el mito de Prometeo o el relato del árbol de la ciencia del bien y del mal en la Biblia. En ambos casos, el ejercicio de la libertad va seguido de elevadas penas.  Con un enfoque diferente, Erich Fromm exploró en 1941 el miedo a la libertad para entender el ascenso del nazismo y la aceptación muy elevada que tuvo entre la población alemana. Los seres humanos vivimos con miedo dada nuestra fragilidad y vulnerabilidad y en algunos casos ese miedo nos lleva a renunciar a la libertad buscando seguridad y protección. Solo cuatro años más tarde, en 1945, Sartre afirmó que el ser humano es libertad, pero lo expresó con poco optimismo: «el hombre está condenado a ser libre. Condenado, porque se ha creado a sí mis­mo y, sin embargo, por otro lado, libre, porque una vez arrojado al mundo es responsable de todo lo que hace» (Sartre, 1981). Los seres humanos nos vemos, a veces muy a nuestro pesar, obligados a ejercer la libertad y es algo a lo que no podemos renunciar. Somo seres autónomos que decidimos por nosotros mismos.

Sea tesoro o condena, el hecho es que la experiencia histórica más bien muestra que lo habitual ha sido que los seres humanos gozaran (y sigan gozando) de una libertad limitada, incluso muy limitada. La esclavitud ha sido una práctica constante en el tiempo, presente en la mayoría de las culturas y bajo diferentes regímenes políticos; es más, todavía es un serio problema, estrechamente relacionado con la trata de personas. Además, las condiciones materiales de existencia de gran parte de las personas libres convertían, y siguen convirtiendo, en papel mojado esa libertad reconocida en las normativas legales.

El período concreto que se inició en el siglo XVI estuvo marcado por sucesivas revoluciones religiosas, sociales, políticas y económicas, en las que la libertad fue adquiriendo un lugar prominente de la vida de todos los seres humanos hasta llegar a las revoluciones del siglo XVIII cuyos objetivos están bien recogidos en el lema de la Revolución Francesa: Libertad, Igualdad y Fraternidad». Con cierta simplificación, se puede afirmar que «si analizamos la historia de los derechos humanos, podemos comprobar cómo ha sido un proceso, siempre inacabado, de conquista de espacios de autonomía proyectados en nuestro cuerpo, en nuestra mente y en nuestras vivencias» (Salazar, 2021).

Rachek Lachowicz Conscious unconscious. MUMOK Viena

Esta tesis es muy acertada, siempre que no olvidemos que el lema francés tiene tres palabras y que la libertad debe ir acompañada de la igualdad y la fraternidad. Desde el principio de los derechos humanos ha estado presente el objetivo de convertir la libertad en algo más que un derecho formal, esto es, en lograr que la libertad fuera real. Reconocer que somos libres no basta si no es posible ejercer nuestra libertad. Esa fue una crítica dura de los distintos socialismos surgidos en las primeras décadas del siglo XIX, críticas que se dieron también con la primera declaración de 1948: no era suficiente reconocer las libertades civiles, sino que era importante reconocer los derechos sociales y económicos. Recientemente, el enfoque de Amartya Sen y Martha Nussbaum ha dado prioridad a las capacidades, puesto que debemos reconocer que son muchas, demasiadas, las personas que carecen de las capacidades necesarias para ejercer su libertad, por lo que solo son nominalmente libres.

Ahora bien, dicho lo anterior retomo un problema específico del ejercicio de la libertad que provoca situaciones más bien negativas que pueden ser vividas como condena o provocar miedo.  Por eso el título incluye la palabra síndrome y cita al protagonista de un relato creado creado por Rudolf Erich Raspe, el Barón de Münchhausen, personaje del siglo XVIII al que convirtió en personaje literario. En una de las escenas del relato, el Barón cuenta cómo logró salir de un lodazal o poza en la que había caído, tirando de su propia coleta. Ejemplifica muy bien dos problemas fundamentales de la libertad y de la autonomía que le está vinculada: averiguar hasta dónde llegan ambas, esto es, hasta qué punto somos libres y autónomos y a continuación justificar las decisiones que tomamos libremente.

Estos dos temas han adquirido una notable actualidad en España a propósito del debate propiciado por dos leyes recientes: la ley orgánica de regulación de la eutanasia y el «Anteproyecto de ley para la igualdad real y efectiva de las personas trans y para la garantía de los derechos de las personas LGTBI». La ley de la eutanasia reconoce estos temas claramente al principio: «Son, de un lado, los derechos fundamentales a la vida y a la integridad física y moral, y de otro, bienes constitucionalmente protegidos como son la dignidad, la libertad o la autonomía de la voluntad». Y es clara también al establecer el sentido de la ley: «Cuando una persona plenamente capaz y libre se enfrenta a una situación vital que a su juicio vulnera su dignidad, intimidad e integridad, como es la que define el contexto eutanásico antes descrito, el bien de la vida puede decaer en favor de los demás bienes y derechos con los que debe ser ponderado, toda vez que no existe un deber constitucional de imponer o tutelar la vida a toda costa y en contra de la voluntad del titular del derecho a la vida».

Algo similar ocurre con el anteproyecto de ley sobre personas trans y LGTBI. En este caso se recoge y amplía algo que ya se venía haciendo el algunas comunidades, pero ahora lo tiene que hacer el gobierno, pues se trata de «la rectificación de la mención registral del sexo», que se autoriza a partir de los 16 años, y de los 14 con la asistencia de sus representantes legales, añadiendo, que «ningún caso podrá estar condicionado a la previa exhibición de informe médico o psicológico relativo a la disconformidad con el sexo mencionado en la inscripción de nacimiento, ni a la previa modificación de la apariencia o función corporal de la persona a través de procedimientos médicos, quirúrgicos o de otra índole». Como en el caso anterior, es la libre decisión de la persona, incluso menor de edad (16 años), la que se pone como criterio definitivo para ejercer este derecho. Bien es cierto que, en este caso, estamos ante un anteproyecto y hay clara conciencia en el gobierno de que necesita ajustes jurídicos en su redacción final pues hay situaciones complejas que merecen un especial cuidado jurídico.

Son sin duda muchos los problemas éticos que están implicados en ambas leyes y por eso han suscitado un fuerte debate, con posiciones contrarias desde campos muy diferentes. En el caso de la eutanasia, la ley ha admitido la objeción de conciencia del personal sanitario en los casos en los que la persona necesita su apoyo para cumplir su voluntad; nada de eso se dice en el caso del cambio registral de sexo, ni siquiera cuando se habla de posibles intervenciones quirúrgicas y tratamientos hormonales. Pero en este caso ha sido significartivo el enfrentamiento de algunas corrientes del feminismo que han considerado que resta importancia al sexo biológico, lo que puede perjudicar a las luchas feministas. Es de suponer que el debate seguirá durante mucho tiempo, como ocurre con otras leyes, con argumentos diversos a favor o en contra. En ambos casos es muy importante tener presente que se trata de decisiones irreversibles, algo evidente en el caso de la eutanasia, pero también “prácticamente” irreversibles en el caso del sexo, cuando incluye intervención quirúrgica y hormonal, puesto que la reversión del cambio, aunque posible, resulta extremadamente complicada.

Es un hecho que la libertad es algo específicamente humano en su sentido radical ya mencionado. Y es tan radical que incluye algo que no existe entre los animales: el suicidio, es decir, darse muerte a sí mismo o acabar con la propia vida. El suicidio, por tanto, es un hecho humano que, en principio, se practica en todos los casos de manera libre: una persona acaba con su vida. Lo del cambio del registro censal y las posibilidad de cambiar de sexo es algo más reciente, aunque personas trans han existido siempre. No entro a discutir en este breve artículo algo que es muy relevante: no está siempre claro que nuestra elección libre sea realmente libre, es decir, decisión tomada por nosotros mismos sin ningún tipo de presión o condicionamiento. La variedad de condicionamientos que pueden darse permiten dudar de que ese tipo de decisiones sean totalmente autónomas. Es cierto que ambas leyes establecen algunos requisitos importantes para garantizar que se ha actuado con plena conciencia y libertad  y vamos a conceder que así es, es decir, que son decisiones tomadas con plena y absoluta libertad. No obstante, las dudas son fuertes y merecen otro artículo.

Paso al segundo de los dos problemas que exponía antes, que está ejemplificado con el relato del barón: justificar las decisiones que se toman de manera libre y autónoma. La libertad es, sin duda, un derecho irrenunciable y digno de la máxima protección, pero no convierte en derecho lo que libremente se elige. Esto es algo crucial y hay dos ejemplos actuales muy pertinentes. El primero es el de la imposición de los confinamientos y de las vacunas. Son muchos, incluidos muchos jueces, los que afirman que una pandemia no justifica la restricción de libertades fundamentales ni la imposición de tratamientos sanitarios. El propio Tribunal Constitucional ha sentado jurisprudencia con una sentencia muy discutida en la que considera que la restricción de derechos fundamentales como la libertad de movimientos, solo puede darse en estados de excepción. Todo indica que no es eso lo que piensa la mayoría de los gobiernos y de la ciudanía. El segundo es el de los límites de la libertad de expresión: bajo requisitos específicos, lo que se expresa libremente puede ser considerado un delito y tratado como tal. El debate en torno a la posible censura en las redes sociales refleja bien la importancia y gravedad del tema. Y recordemos que el mismo tribunal constitucional, en otra sentencia importante, considera por encima del derecho de manifestación la exigencia de preservar la seguridad del Parlament, por «la especial significación constitucional que tiene las sede que alberga el poder legislativo».

La ley y el anteproyecto de ley mencionados también prestan atención a algunos valores importantes vinculados a la calidad de la vida de las personas que optan por morir o cambiarse de sexo, valores que se ofrecen como justificación de la propia ley. Es decir, aportan elementos relevantes para entender que las leyes están intentando modificar condiciones de vida que son muy negativas para dos grupos específicos de personas: quienes atraviesan duras a irreversibles enfermedades y quienes son marginados, incluso vejados, porque sus comportamientos no se ajustan a una concepción rigorista del dimorfismo sexual. En todo caso, las dos leyes apelan a la libre voluntad del sujeto como fundamentación última de lo que ahora pasa a ser un derecho precisamente por eso: en cierto sentido, estas leyes sostienen que es el mismo sujeto el que tirando de su propia coleta (ejerciendo su libertad autónoma) se saca del pozo en el que está hundido. La ley se limita a crear las condiciones para que su libre decisión se cumpla. Y precisamente por eso podemos pensar que, llegado el momento, esas condiciones puedan ser consideradas secundarias porque, más allá de posibles criterios objetivos para determinar lo que es calidad de vida, corresponde a la persona individual decidir que su vida no tiene calidad suficiente en el caso de la eutanasia, con lo que pasa a ser una legalización del suicidio sin más, y desde luego así se plantea ya en el cambio del registro de sexo: la persona decide por sí misma qué sexo debe constar en el registro civil.

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Vuelvo entonces al Barón del título, recordando que Hans Albert (1973) acuñó el término «trilema de Münchhausen» a mediados del siglo XX, con referencias al término más tradicional «trilema de Agripa», mencionado por Diógenes Laercio. Este trilema plantea el problema de la justificación de cualquier afirmación y muestra que se puede entrar en una cadena de justificaciones sin fin: una regresión infinita, que aparece por la necesidad de retroceder cada vez más, que en la práctica no es factible; un círculo lógico en la deducción, porque se recurre a enunciados ya dichos con anterioridad con la paradoja que el enunciado termina fundamentándose a sí mismo; y una interrupción de la búsqueda en un determinado punto de manera aleatoria lo que suspende la necesidad de justificación.

Albert enfatizó repetidamente que el trilema de Münchhausen no se aplica solo a las conclusiones deductivas. El veredicto se refiere también a las justificaciones inductivas, causales, trascendentales y todas las demás justificaciones estructuradas. Todas serán en vano. Por lo tanto, es imposible obtener una justificación cierta. Una vez que se ha abandonado la idea clásica de cierto conocimiento, se puede detener el proceso de justificación donde se quiera detener, presuponiendo que uno está listo para comenzar el pensamiento crítico en este punto siempre de nuevo si es necesario. Ahora bien, Albert no consideró que el trilema llevaba al relativismo y el rechazo de la objetividad. No es un precursor el postmodernismo débil. Se puede adoptar una posición falibilista siguiendo a Peirce y Popper; el falibilismo acepta la imposibilidad de la certeza absoluta, pero sigue intentando acercarse lo más posible a la verdad, resolviendo nuestra incertidumbre en el marco de una comunidad de investigación científica, filosófica o de deliberación política que no solo se centra en la toma de decisiones, sino también en los valores que deben justificar los fines buscados y los medios empleados.

El tema es, por tanto, de alta complejidad, pero está marcado por un contexto global que mencionaba al principio que hace que se presentes riesgos no despreciables. La cultura occidental, que ha empapado en este tema gran parte de la cultura global, es radicalmente individualista, con un individualismo que a lo largo del siglo XX y más todavía en la actual etapa, ha exaltado la autonomía absoluta del sujeto individual, cuya decisión libre se convierte en fuente de derechos que no necesitan especial justificación. Hay en esa posición un riesgo de llegar al nihilismo dada la dificultad de que ese postulado inicial pueda justificar la moral (Hunter y Nedelesky, 2018).

Algunos de los grandes defensores de este proyecto, como Adam Smith, Kant o Stuart Mill fueron decisivos para superar las monarquías absolutas, pero en su momento los vínculos sociales no estaban seriamente afectados y vinculaban esa libertad a una sociedad democrática solidaria (García Moriyón, 2019b). Las primeras décadas del siglo XX pudieron contemplar los posibles inconvenientes de ese imperio de la libertad autónoma: el capitalismo radical llevó a la gran recesión de los años treinta, y el sueño de una razón capaz de crear el reino de los cielos en la Tierra terminó en el horror del fascismo y el nazismo, y los del totalitarismo estalinista.

El gran esfuerzo de las tres décadas que siguieron al final de la II Guerra Mundial, se fundamentó en dos pilares básicos: el reconocimiento de unos valores fundamentales, los Derechos Humanos, que no están al arbitrio de lo que deseen los gobiernos de turno, y un pacto social encaminado a lograr  una mejor distribución de la riqueza, reconociendo también el derecho de autodeterminación de todas las colonias. Pero eso empezó a cambiar a principios de los setenta y entramos en una reedición del liberalismo radical “avalado” por todos los mitos propios: el esfuerzo individual, la meritocracia, el afán de lucro, el debilitamiento de la capacidad reguladora de los estados, la exaltación de las identidades de grupo o individuales y, para terminar por no se exhaustivos, la identificación de la plenitud personal con el consumo de bienes, muchas veces sin valor de uso, y con las propuestas de la psicología positiva que identifica la plenitud con la autogratificación del propio ego. Acompañado todo ello de un crecimiento del aislamiento, desconfianza e individualismo (Jiménez, 2021), una sociedad en la que el socio deja paso al solo y crece la soledad de los individuos aislados (Han, 2014) y los planteamientos maltusianos (Reichman, 2018) .

Ese es el marco dominante, frente al que, afortunadamente, son también muchas las personas que, con frecuencia de manera colectiva, intentan potenciar otro modo de entender la sociedad, la persona y la libertad. Es un acierto legislar a favor de una muerte digna, concepto mucho más rico que el de eutanasia tal y como se entiende ahora, y a favor de la superación de las discriminaciones que sufren las personas del colectivo LGTBI; ahora bien, es importante legislar con una fundamentación más rigurosa que no se pare en la pura autonomía, siempre discutible, del sujeto (trilema de Münchhaussen), sino que acote la libre decisión en los límites que esta tiene siempre, sobre todo teniendo en cuenta que pueden alimentar tendencias muy disruptivas. En ambos casos, hace falta poner todo el énfasis argumentativo en las condiciones reales de existencia de las personas, en todo aquello que contribuye a alcanzar una vida plena, garantizando que todas las personas puedan vivir esa vida en plenitud (argumentación falible). Es decir, en una justificación que no se cierre en falso con una apelación centrada en la libertad individual de elección y que vaya más allá de una lógica identitaria (Navarro, 2021).

Referencias

Albert, H. (1973)  Tratado sobre la razón crítica. Buenos Aires. Sur

Fox, A. (2021) When Sons Become Daughters. Quillete. 18/06/2021

García Moriyón, F. (2019a) El poder del miedo. Acontecimiento. n. 131- pp-37-42. 2019 181.     

— (2019b) Libertad liberal, libertad libertaria. Libre Pensamiento. N. 98, pp. 9-16 2019

Han, Byu-Chung (2014) En el enjambre. Barcelona. Herder

Hunter, J.D. y Nedelesky, P. (2018). Science and the Good. The Tragic Quest for the Foundations of Morality. Yale Universit, Press

Jiménez Díaz, J.F. (2021) Aislamiento, desconfianza e individualismo: tres sentimientos que dominan el presente. The Conversation 19/07/2021

Navarro, E. (2021) La razón al servicio de la identidad. El País. 26/07/2021

Salazar, O. (2021) Identidad sexual y libre desarrollo de la personalidad. El Diario.es  27/02/2021. Sartre, J. P. (1981) El existencialismo es un humanismo. Buenos Aires: Ediciones del 80,

Si desea citar esta página

García Moriyón, F. (2021). El síndrome del barón de Münchhausen. En Niaiá, consultado el 12/08/2021 en https://niaia.es/el-sindrome-del-baron-de-munchausen/

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