Ignacio Muro.
Presidente de Plataforma por la Democracia Económica
En los próximos diez años se concentran un conjunto de transiciones que necesitamos abordar simultáneamente porque afectan a la vida tal y como la conocemos: la que provoca el impacto de la tecnología digital, la asociada al cambio climático y energético y la conectada con el envejecimiento y los cambios demográficos globales (inmigración, género).
Todo está sujeto a mutación. Y, desde luego, lo está lo que entendemos por trabajo: no solo la lógica de las relaciones laborales sino todo lo que le identifica como el espacio prioritario de realización para el desarrollo del ser humano.
Hasta ahora esa utopía ha estado volcada, en última instancia, en superar la alienación del trabajador en “su trabajo” que Marx expresaba didácticamente en la máxima “está en lo suyo cuando no trabaja y cuando trabaja no está en lo suyo”. Pero hoy las cadenas globales de valor, los profundos y continuos cambios tecnológicos, las limitaciones objetivas de los recursos naturales o la incorporación del trabajo “no-productivo” asociado a los cuidados, amplían y universalizan los desafíos de transformación. El trabajo se socializa mediante cambios que introducen nuevas contradicciones que afectan a la práctica sindical en la medida que amplían el foco del bien común deseado hasta convertirlo en menos accesible y más complejo de gestionar.
Si el trabajo se puede descomponer en microtareas, si el trabajador puede depender simultáneamente de varios empleadores, si la actividad desarrollada se desconecta de su condición in situ para poder realizarse en cualquier momento y desde cualquier lugar hasta diluir la línea que separa el tiempo de trabajo y no-trabajo… acaba desapareciendo la frontera entre la vida personal y la vida profesional.
En ese contexto, los derechos laborales se convierten en algo indisociable de los derechos ciudadanos. Y las normas sobre conciliación, rentas mínimas garantizadas, acceso a la vivienda, movilidad urbana, sostenibilidad de las actividades productivas, desconexión digital, formación permanente, acceso flexible a la jubilación… empiezan a formar parte de una nueva batería de demandas y derechos sociales que conectan íntimamente con lo puramente laboral. De modo que no basta con redefinir el “contrato de trabajo” en los nuevos entornos, sino que se necesita redefinir el mismo concepto de trabajocomo actividad ciudadana discontinua, incorporando todos los tipos de actividad.
Los derechos laborales no pueden estar vinculados a un tipo de contrato ni tampoco limitarse a la condición de asalariado, sino que deben ampliarse a otras actividades sociales no remuneradas (trabajo en el hogar) y otras que hoy no caben en la idea “trabajo” porque se producen fuera de los tiempos vitales “activos” (jubilados, gestantes).
La nueva complejidad del trabajo no remunerado obliga a todo el ecosistema del derecho laboral a cambiar el marco ideológico en el que se mueve actualmente y afrontar su desmercantilización. Es así, porque en la medida que el derecho al trabajo se limita a reclamar, como contrapartida, una retribución monetaria, reconoce su ausencia de ambición y se incapacita para imaginar el derecho a influir sobre la obra realizada, es decir sobre el producto de su trabajo. Trabajar es para el asalariado un medio al servicio de un fin que es la obtención del salario. No le educa en el qué producir ni en el para qué o el cómo producir, sino que se limita a un marco mercantil que retroalimenta.
Esto empuja a afrontar los múltiples aspectos de la democratización de la economía y, en particular, las consecuencias del derecho de propiedad en su dimensión más amplia, aquella que determinan lo que se produce, cómo se produce y el modo en que se organiza la vida en torno a la producción y el consumo.
Conseguir el interés del trabajador por el fruto de su trabajo es la esencia del cambio hacia la democracia económica. Supone reconocer a todas las personas un derecho de control sobre los métodos y las finalidades de su trabajo a todos los niveles y hasta sus últimas consecuencias..
Se trataría de un cambio conceptual esencial en la redefinición de los derechos sociales y de sus sujetos, en especial de los sindicatos, que pasarían a defender todas las formas de contribución social y a representar a todas las formas de trabajo, ampliando su ámbito de acción y buscando respuestas permanentes a las nuevas necesidades de protección.
La complejidad de las relaciones productivas y el desarrollo de cadenas globales lleva décadas socializando el conflicto capital/trabajo y despersonalizando al empresario explotador, sufriendo la externalización de parcelas productivas fuera del perímetro de la empresa tradicional. El trabajo sindical ha tenido que acompasar su desarrollo con la difícil tarea de universalizar los objetivos sociales mientras combate en una realidad multifragmentada, con cada vez más gente trabajando de forma aislada.
Lo que ahora nos reclaman las nuevas transiciones es un nuevo salto: toca ahora interesar al trabajador en el qué se produce y cómo se produce. Pero no lo que produce él en su lugar de trabajo, ni siquiera lo que produce la cadena en la que se integra, sino lo que se produce en su entorno, en su comunidad, en su país… en el mundo.
Supone abordar una repolitización de los sistemas productivos en el nivel más alto. Y al tiempo, estar especialmente atento a aquello que le hace sufrir a cada colectivo, a cada ser humano concreto, en su día a día. Una tarea inmensa que, sin embargo, es la misma que la afrontó el genero humano en cada salto histórico
Para citar esta página
Muro, Ignacio (2020). La democratización de las empresas. 012/15/2020 en https://niaia.es/democratizacion-de-las-empresas/
El seminario se celebra en línea el 11 nov 2020 05:30 PM Madrid
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