Víctor Ramírez Vélez
Filósofo y técnico de redes
La desinformación campa a sus anchas. Internet y las redes sociales, se han establecido como un lugar y medio propicio para su transformación y expansión. Todavía con cierta sorpresa, comprobamos su efectividad a día de hoy. Muchos elementos, desde la posibilidad de obtener una enorme cantidad de datos y procesarlos, lo que llamamos Big Data, a la velocidad a la que viaja la información, pasando por la posibilidad de que cualquier voz sea escuchada y creída tras el velo de un anonimato al menos parcial, o aprovecharse de vulnerabilidades típicamente humanas, se conjugan para dar un salto cualitativo en la forma, alcance y efectividad de los distintos mecanismos de desinformación.
Cuando hablamos de desinformación, nos referimos a información falsa o parcialmente falsa que tiene un fin malicioso, o en todo caso, interesado en un fin concreto y faltando a la verdad. Quizá la forma más conocida actualmente, aunque ni mucho menos la única, sea la noticia falsa o fake news. Podemos encontrar (des)información en cualquier ámbito, desde la política, la ciencia, el deporte o la salud. Las áreas más proclives a la existencia de noticias falsas y otras formas de desinformación son precisamente aquéllas donde está en juego algún tipo de beneficio importante de poder o económico, y además existe cierto desconocimiento o incapacidad para estar al día con la información, abriendo un espacio para la duda ante información que aunque pueda ser falsa, es verosímil. Es por esto que la mayoría de intentos de desinformación se centran en el ámbito político. Contrariamente a lo que podríamos pensar, la desinformación no necesita necesariamente convencer de su contenido, simplemente sembrar suficientes dudas como para no poder negar o afirmar una opinión en un sentido u otro. Esto junto al número menor, pero que defiende con más intensidad las opiniones falsas y extremas, de personas que sí han adoptado en base a esas desinformaciones una posición, consigue establecer un marco de parálisis y enfrentamiento entre grupos. Los individuos llenos de dudas y paralizados no pueden ejercer adecuadamente un pensamiento libre y crítico, mientras que los grupos situados en posiciones extremas y opuestas se enfrentan de forma infructífera. El resultado es la muerte del diálogo constructivo, de la crítica y el distanciamiento de los valores democráticos, pues la visión de “los otros” se convierte en algo irreconciliable con nuestra perspectiva ¿Pero cómo sucede esto? ¿Cómo llegamos a este punto?
Hace unos días The Guardian publicaba que a pesar de que un 77% de los europeos en el oeste consideraba las vacunas eficaces, solo un 59% las considera seguras. Los números sorprenden, a pesar de no ser extremadamente bajos, pues la zona oeste de Europa puede ser considerada una de las que cuentan con mejor educación del mundo. Las vacunas son seguras: los casos con reacciones peligrosas son muy poco comunes, las reacciones adversas como fiebres o enrojecimiento son conocidas y relativamente inocuas, la alternativa, esto es la posibilidad de sufrir la enfermedad en cuestión, conlleva muchos más riesgos y complicaciones potenciales. Los riesgos incluyen por supuesto la propia salud, pero también la del grupo, pues supone una grieta en la inmunidad de rebaño que se adquiere y que impide que un agente infeccioso se asiente y extienda entre los individuos, especialmente los más vulnerables como los niños que todavía no han podido ser vacunados. Gracias a esto enfermedades terribles como la polio, están prácticamente erradicadas. Dudar de la seguridad y efectividad comprobada de ciertas vacunas, es abrir la puerta de nuevo a este tipo de enfermedades. Un estudio publicado en 1998 por Andrew Wakefield, probado ya no solo erróneo, sino fraudulento, es el origen del movimiento antivacunas, cuyo principal argumento es la relación entre la vacuna triple vírica y el desarrollo del autismo en niños. A pesar de todas las pruebas en contra, como sucede con los terraplanistas o un ferviente defensor de Trump ante una mentira obvia, una persona perteneciente al movimiento anti vacunas sigue creyendo este estudio ¿Por qué? La respuesta no es única, multitud de factores se conjugan para llegar a este punto. El principal, que supone el síntoma final de los mecanismos de desinformación, es la muerte del pensamiento crítico, la incapacidad de ver más allá de las propias opiniones incluso cuando estamos enfrentados a evidencias que nos son comprensibles y apuntan a lo contrario, a veces entrando de lleno en el autoengaño. En el documental de Netflix Behind the Curve, un grupo de terraplanistas prueba accidentalmente que La Tierra no es plana, y al ver los resultados siguen buscando excusas para explicar por que sí es plana, negándose a ver la evidencia que ellos mismos, sin mediación de ningún gobierno o conspiración, han obtenido. Si bien este tipo de creencias, como el rechazo ante las vacunas o la creencia de que La Tierra es plana han podido existir y ser defendidas siempre, incluso llegar a ser sospechas razonables, hoy en día son movimientos con mucho más seguimiento e influencia. El motivo de esto es la aparición de internet y redes sociales.
El grupo es clave para validar estas ideas, mantener una conversación que sirva para ahondar en esas creencias erróneas. Buscar referencias en otros, estudios, afirmaciones que compartir. Internet ofrece un lugar y medio donde acceder y transmitir la información, pero también para encontrarnos con los que son como nosotros. Como ya apuntaba Cass Sunstein en Echo Chambers: Bush v. Gore, Impeachment, and Beyond, cuando solo establecemos conversaciones con los que ya opinan como nosotros, surgen varios efectos que eliminan la posibilidad de crítica y nos arrastran a confiar en la información que proveen los demás, dificultando también enfrentarnos a posiciones que no necesariamente compartimos y acabando por polarizar las opiniones, las posiciones y por lo tanto a la propia población de forma difícilmente conciliable. Las redes sociales se convirtieron en ese perfecto lugar de encuentro. Internet, y especialmente las redes sociales y los grupos a los que pertenecemos, se convierten en lo que se conocen como cámaras de eco. Solo escuchamos lo que ya pensamos, y nuestras opiniones acaban por parecer más fuertes, más verdaderas de lo que son. Esa uniformidad en la opinión elimina la crítica y hace complicado plantear dudas serias ante una cuestión, pues en la práctica el individuo debe enfrentarse al grupo en su conjunto. Las personas que accedan a estos grupos, viendo esta uniformidad y sensación “multitud”, encontrará más sencillo confiar en esas opiniones o noticias, lo que se conoce como efecto cascada. Poco a poco se ahonda en esa forma de ver, y llegamos al punto que independientemente de que una noticia vaya a favor o en contra de nuestras creencias, acaba por reforzarlas, lo que se conoce como el sesgo confirmativo. El resultado es la polarización de los individuos, que cuanto más se relacionan con la parte opuesta, más negatividad generan, como se muestra en el estudio Emotional Dynamics in the Age of Misinformation.
Las redes sociales no solo han acabado por convertirse en los puntos de reunión que pretendían, sino que también se han convertido en un medio de información. Los usuarios acceden a enlaces y noticias desde la propia red social. Éstas cuentan con multitud de datos de los usuarios, que permiten determinar con qué tipo de noticias o productos se relacionará con más probabilidad. Esta naturaleza publicitaria y mercantil que consigue que la red social mantenga esa aparente gratuidad, no olvidemos que el producto son nuestros datos y el cliente las empresas que pagan porque sus anuncios y noticias aparezcan en nuestras pantallas, es un problema gravísimo para mantener información de calidad. Lo importante ya no es la objetividad y veracidad de la información, sino la capacidad que tengan de provocar que pulsemos sobre ellas, las compartamos y les dediquemos nuestra atención. Además, la información que nos aparezca tenderá a reforzar nuestras opiniones, ya sea confirmándolas o provocando una reacción emocional que nos pide defenderlas. Esto es el motivo de la extensión de los titulares sensacionalistas, incompletos o incendiarios que vemos habitualmente, incluso la aparición de medios que viven de estos titulares. Todos hemos visto algo como “Los médicos le odian, descubre su secreto” o “Los siete lugares más bonitos, el número 3 te sorprenderá”. Son titulares diseñados para buscar ese clic. Cuando hablamos de noticias y no de meras listas de lugares que nos gustaría visitar, los problemas se agravan. Gracias a los datos que facilitamos, es fácil determinar qué tipo de personas somos, qué queremos y qué tememos, pudiendo ser víctimas de nuestras propias vulnerabilidades ante información que ha sido diseñada y apunta a gente como nosotros, y que busca apagar nuestra capacidad crítica, ya sea a través de la poralización o la parálisis. La mayoría de la población en España desconoce que la información que aparece en redes sociales depende de un algoritmo que busca maximizar la interacción, como indica el Digital News Report 2018. Los efectos a largo plazo todavía no son seguros, pues nunca antes la desinformación había contado con unos medios tales, y había sido usada como herramienta e incluso arma, a esta escala. Es importante sin embargo percatarnos del reto que tenemos delante, los peligros que supone sin duda para los valores democráticos y preguntarnos cómo combatirlas.
Si bien existe un campo abierto para la investigación en este sentido, pues multitud de áreas del conocimiento deben colaborar para explicar satisfactoriamente todos los aspectos de este fenómeno, desde la psicología hasta la computación, ya hay suficientes estudios y experiencias como para poder hablar con propiedad de que elementos entran en juego y cómo funcionan durante al creación, expansión y establecimiento de las distintas formas de desinformación. Como se indica en el Combating Fake News: An Agenda for Research and Action, colaboración conjunta de la Universidad de Harvard y la Universidad Northeastern, la soluciones algorítmicas tienen un gran reto por delante, mientras que las intervenciones desde un enfoque social parecen más prometedoras, al menos a corto plazo. Este tipo de investigaciones permitirá entender mejor el fenómeno en sus distintas capas, pudiendo entonces crear formas de contrarrestar las noticias falsas, como dar herramientas a los ciudadanos, la educación e incluso el desarrollo de leyes que den cuenta de los peligros y daños que puedan producir estas noticias, cuya creación sera posible una vez la naturaleza de los mecanismos de desinformación, su modo de actuar y efectos queden mejor clarificados y relacionados entre sí. La situación actual reviste de suficiente seriedad como hemos visto, para preguntarse qué podemos hacer. Las instituciones públicas, que se ven atacadas directamente, pero también indirectamente a través del marco democrático donde se sitúan y cuyos valores son erosionados por las distintas formas de desinformación, tienen la responsabilidad principal de impulsar este tipo de investigaciones y de dar a sus ciudadanos y ciudadanas las herramientas necesarias para digerir la información y mantener un actitud democrática. Es cuestión de supervivencia de una forma de vida alejada del miedo como forma de control, que pueda mantener la libertad de acción y pensamiento, que quedan palpablemente amenazados ante los intentos de manipulación actuales. Si bien no sabemos que forma tomará el futuro, sí podemos determinar que valores básicos poner en el horizonte para dar dirección a nuestro movimiento, siendo responsabilidad de los que ahora los sostenemos entregarlos a las futuras generaciones para que a su vez, puedan determinar cuáles desean conservar.
Para citar este artículo
Ramírez Vélez, Víctor (2019). ¿A quién pertenece la ciencia? En Niaia, 23/06/2019 accesible en https://www.niaia.es/la-era-de-la-desinformacion/