Los dilemas morales en la educación / Moral dilemmas in Education

Félix García Moriyón.

Diálogo Filosófico, 115, (2023) 87-105

Resumen

En todas las leyes de educación se pone especial énfasis en la necesidad de formar al alumnado en el ámbito de la ética: desarrollo de especificas competencias y de hábitos de comportamiento adecuados. Los dilemas morales, que han merecido una gran atención en la psicología moral así como en la ética práctica y su aplicación a los ámbitos profesionales, es un potente recurso didáctico para alcanzar los objetivos propuestas para la educación mora. Por una parte, desarrollan la estimativa moral así como la argumentación ética, tanto en la justificación de nuestras convicciones morales como en la resolución de los problemas morales que se plantean en la vida cotidiana. Aplicados en las aulas, convertidas en comunidades de diálogo filosófico, contribuyen consolidar unas competencias cognitivas y unos hábitos de comportamiento generados por la deliberación argumentativa en la que están presentes diferentes posiciones morales.

Palabras clave

Dilemas morales; problemas morales; desarrollo moral; resolución de problemas; códigos deontológicos; deliberación constructiva

Abstract

In all education laws, special emphasis is placed on the need to train students in the field of ethics: development of specific skills and appropriate behavioral habits. Moral dilemmas, which have deserved great attention in moral psychology as well as in practical ethics and their application to professional fields, are a powerful didactic resource to achieve the objectives proposed for moral education. On the one hand, they develop the awareness of values as well as ethical argumentation, both in the justification of our moral convictions and in the resolution of moral problems that arise in everyday life. Applied in the classroom, converted into communities of philosophical dialogue, they contribute to consolidate cognitive skills and behavioral habits generated by argumentative deliberation in which different moral positions are present.

Keywords

Moral dilemmas; moral problems; moral development; problem solving; ethical codes; Constructive deliberation.

Las leyes generales de educación exponen con claridad cuáles son los objetivos educativos que deben ser alcanzados. El currículo completo, más el funcionamiento de los centros y toda la administración educativa tienen la tarea de lograr que se alcancen esos objetivos (GARCÍA MORIYÓN, 2011) que deben ser asumidos por todas las asignaturas, incluida claro está la filosofía. Desde luego, en las leyes orgánicas quedan también claros los contenidos y las competencias que deben ser desarrolladas e incluso se hacen observaciones sobre aspectos didácticos y procedimientos de evaluación. Más allá de esas indicaciones generales, que afectan a todos los niveles educativos desde primaria hasta el final de la secundaria obligatoria y a todas las disciplinas académicas, entre ellas la filosofía, cada asignatura tiene asignados objetivos y contenidos algo más específicos. Y en el nivel final, el definitivo, el que hace referencia al trabajo que se hacen en las aulas, se exige tener en cuenta esos objetivos, pero adaptarlos luego a cada grupo-aula concreto. Y en ese momento aparecen enfoques pedagógicos variados y también variadas formas de evaluar el progreso del alumnado en el dominio de la asignatura. Hay líneas metodológicas generales en la propia ley, y hay tendencias pedagógicas bien arraigadas con enfoques muy diferentes, más centrados en el esquema transmisión-asimilación que en el de pensamiento crítico y dialógico. Eso sí, al final, «cada maestrillo tiene su librillo». Y formulado con mayor carga ética: lo que cada persona hace en cada una de sus clases es una decisión personal autónoma.

Sin duda, toda la educación formal centra su atención en lograr una formación adecuada de todas las personas para que lleguen a ser, al terminar el periodo formativo, ciudadanas de una sociedad democrática, capaces de participar activamente en la vida social, ejerciendo su libertad y actuando con un talante racional y crítico, al mismo tiempo que solidario. Ese es el objetivo central de la enseñanza obligatoria, la que llega hasta los dieciséis años. Terminada la etapa obligatoria, no se olvida este objetivo pero se pretende más bien una tarea profesionalizante marcada además por un trasfondo meritocrático. La educación proporciona formación para áreas profesionales específicas, algo obvio en la educación profesional y en todos, o casi todos, los grados universitarios. En esta etapa, se pretende fundamentar un reparto de los trabajos basado en la meritocracia: la educación permite que lleguen a titulaciones de diferente nivel social las personas que han superado las pruebas educativas, legitimando la división del trabajo en puestos laborales más o menos cualificados, más o menos remunerados y más o menos vinculados a posiciones de poder social, político y económico.

En ese proceso, la filosofía, como disciplina académica, no aparece en la enseñanza primaria (algo que cuenta con el asentimiento de casi todo el profesorado de filosofía), si bien es cierto que existe un área de valores sociales y cívicos, pero es alternativa a la religión y no cuenta con profesorado preparado en este tema: casi ninguna universidad incluye en el grado de Formación del profesorado de primaria una asignatura de educación moral o ética. Algo similar ocurre en la educación secundaria obligatoria: existe la asignatura de valores como alternativa a la religión en segundo y cuarto y profesorado de filosofía, aunque en con frecuencia procuran no impartir esa asignatura. La filosofía ocupa un papel importante en el bachillerato (Filosofía e Historia de la Filosofía) y desaparece totalmente en la educación profesional de primer y segundo grado. Y también desaparece en la enseñanza universitaria, relegada a un grado específico de filosofía, grado en el que no aparece casi nunca una asignatura de didáctica de la filosofía, en parte porque no está concebido como un grado profesionalizante, algo que contempla un máster posterior, el MESOB. Eso sí, son muchos los grados universitarios en los que se incluye una asignatura de ética y deontología profesional, como es el caso del grado de publicidad y relaciones públicas de la UCM, en la facultad de Ciencias de la información, por mencionar solo un ejemplo. Y es muy importante recordar que tanto en la Formación Profesional como en la Universidad es necesario prestar atención a las competencias que deben ser desarrolladas por el alumnado y deben ser evaluadas (LEVI ORTA Y RAMOS MÉNDEZ, 2013), aunque es obvio que no se aplican con rigor puesto que el profesorado en general no sabe ni cómo enseñarlas ni cómo evaluarlas.

Una vez terminada la vida académica e iniciada la vida profesional, la preocupación por la formación ética no desaparece. Existen en casi todas, por no decir en todas, las profesiones unos colegios profesionales una de cuyas actividades es la redacción de unos códigos deontológicos, del mismo modo que existen comités de ética en centros sanitarios, en especial en los hospitales, en universidades o en centros de investigación. Por lo que se refiere a los Códigos Deontológicos, quizá sean más numerosos en las profesiones relacionadas con la salud de un modo u otro. Los códigos deontológicos se sitúan entre la moral y el derecho, mientras que las declaraciones de ética profesional guardan estrecha relación con la ética aplicada (UNIÓN PROFESIONAL, 2009). Especial mención merecen los comités de Ética, obligatorios en todos los centros de investigación y universidades. En los años ochenta y noventa del pasado siglo se inició igualmente un proceso de incorporación de códigos éticos en las empresas, en especial en grandes corporaciones, un código que se añadía a la Responsabilidad Corporativa, sobre la que ya existen normativas; cierto es que hay dudas al respecto, pero el objetivo es dotar a las empresas de un modo de funcionamiento más humano, más ético y más transparente (LIZCANO PRADA Y LOMBANA, 2017).

Con esta panorámica general de la importancia que ha ido adquiriendo la reflexión sobre las implicaciones morales de la conducta tanto personal como organizativa (asociaciones y empresas), parece evidente que debiera estar presente en la educación formal obligatoria y postobligatoria y en la educación no formal e informal la reflexión moral, la ética práctica, para contribuir a formar al alumnado en las competencias, conocimientos y hábitos de conducta que son propios de una persona que tiene que afrontar problemas de diverso tipo. Y esa presencia tendría que iniciarse en primaria, mantenerse en todas las etapas obligatorias y postobligatorias y empezar a estar presente también en la vida laboral y profesional, de modo especial en empresas y todo tipo de instituciones. El papel de la filosofía en este campo es valioso, precisamente porque en el momento de definir los contenidos y las competencias, así como los métodos y recursos didácticos, es ineludible la presencia de asignaturas y profesorado de filosofía para abordar este campo.

Por otra parte, está igualmente claro que debe crecer una oferta bien planificada de formación ética orientada al mundo laboral y profesional en los estudios formación profesional y en los grados superiores, y desde luego en la vida laboral cotidiana. De poco sirven códigos deontológicos si no se da formación a las personas para poder afrontar en mejores condiciones los problemas morales de su propia vida personal y profesional. La filosofía, más específicamente la ética práctica, es una disciplina valiosa para el desarrollo de personas moralmente buenas.

El profesorado de filosofía debe igualmente profundizar algo más en la educación ética, asignatura específica que debe asumir el profesorado de filosofía con sus métodos y procedimientos propios. No se trata, claro está, de adoctrinar al alumnado durante su infancia y adolescencia ni a las personas adultas en su vida laboral y personal, sino de ayudarles a crecer como personas morales, teniendo bien presente algo que ya dejaban claro los filósofos de la Grecia antigua, Sócrates, Platón y Aristóteles y muchos más. Aristóteles lo expone bien en unas pocas líneas:

«Puesto que el presente tratado no es teórico como los otros (pues no investigamos para saber qué es la virtud, sino para ser buenos, ya que en otro caso sería totalmente inútil) tenemos que considerar lo relativo a las acciones, es decir, cómo hay que realizarlas: son ellas en efecto las que determinan la calidad de los hábitos, como hemos dicho». (Aristóteles, Ética a Nicómaco, libro II,  2. 1104 a)

1. Algunas consideraciones previas

En nuestra propuesta tienen una importancia muy elevada, pero no exclusiva ni mucho menos, el enfoque de John Dewey (2014) y de Matthew Lipman. El primero consideraba que los seres humanos nacemos dotados de unos impulsos que son la fuente de nuestra actividad. Partiendo de estos, la sociedad potencia unos hábitos, como disposiciones que nos llevan a formas específicas de comportamiento y de respuestas a nuestro medio ambiente. Ahora bien, es necesario desarrollar hábitos inteligentes, en los que se necesita reflexionar sobre lo que debemos hacer, sobre todo cuando los hábitos adquiridos no son eficientes. Y los juicios de valor son las herramientas que nos capacitan para reorientar nuestra conducta cuando los hábitos ya no son suficientes para dirigirla. Inspirados en gran parte en el trabajo de Dewey, Matthew Lipman, junto con Ann Sharp, ofrecen una propuesta de educación moral potente, que está muy bien resumida en este fragmento de una de sus publicaciones:

La educación moral efectiva requiere que los estudiantes participen activamente en la investigación ética, y la investigación ética, a su vez, requiere que los estudiantes cultiven todos los aspectos de su pensamiento. El cultivo del pensamiento de orden superior requiere que los estudiantes se conviertan en pensadores críticos, creativos y cuidadosos (caring). La mejora de su pensamiento crítico implica el fortalecimiento de su destreza lógica y epistemológica, así como de sus habilidades evaluativas. Su pensamiento creativo, que implica descubrir e inventar, se compone de todos los procesos de investigación, artísticos y científicos, e incluye el pensamiento perceptivo como una forma de descubrimiento. El pensamiento cuidadoso comprende una amplia variedad de tipos de pensamiento, incluido el pensamiento activo, el pensamiento afectivo y el pensamiento valorativo. Se sostiene que sólo una disciplina, la filosofía, es capaz de fomentar la aplicación normativa de este amplio espectro de modos de pensamiento. Esta no es la filosofía académica tradicional de las universidades, sino la filosofía basada en la narrativa y la discusión, tal como se encuentra en el enfoque conocido como Filosofía para Niños. (LIPMAN, 1995)

Debemos recordar que la dimensión moral es, probablemente, un rasgo específicamente humano. Desde la psicología evolucionista y desde la etología se han hecho numerosas investigaciones sobre el comportamiento de los animales en contextos naturales y se han descubierto comportamientos que tienen un cierto parecido con comportamientos humanos que, en principio, consideramos comportamientos morales. En esa línea de fundamentación naturalista de la moralidad tiene especial importancia la reputación y el apoyo mutuo o altruismo. Desde el libro fundacional del propio Darwin, publicado en 1873, La expresión de las emociones en los animales y en el hombre, muchos autores, entre los que destaca Kropotkin con el libro El apoyo mutuo, han ofrecido una respuesta en ese sentido.  Las investigaciones posteriores han reforzado esa idea de la continuidad evolutiva, pero también de la especificidad de la moralidad que aparece con los seres humanos (WILSON, 2012). Y en la historia de la filosofía son constantes y diversos los intentos de responder a la pregunta sobre el origen y función de la conciencia moral. El famoso relato del Anillo de Giges contado por Platón es un buen ejemplo.

Siendo partidario de la insuficiencia de toda respuesta de tipo evolucionista e inmanente, por el momento, como dice Adela Cortina (2010, 2015), está claro que tenemos una conciencia moral, enraizada en nuestra herencia biológica, como indican las investigaciones de la psicología evolucionista y de la neuroética, que nos reclama determinados comportarnos, incluso cuando tiene un coste personal. Del mismo modo, queda claro en los numerosos estudios de psicología moral que esa conciencia aparece desde etapas muy iniciales. Algunos autores consideran que ese es uno de los rasgos fundamentales que distingue a los seres humano es la presencia de un código moral innato, propuesta que considero válida:

Aunque los psicólogos del desarrollo tradicionalmente exploran la moralidad desde una perspectiva de aprendizaje y desarrollo, algunos aspectos del sentido moral humano pueden estar incorporados, habiendo evolucionado para sostener la acción colectiva y la cooperación según sea necesario para una vida grupal exitosa. En este artículo, reviso un cuerpo reciente de investigación con bebés y niños pequeños, que demuestra un comportamiento moral y una evaluación sorprendentemente sofisticados y flexibles en una población preverbal cuya oportunidad de aprendizaje moral es limitada en el mejor de los casos. Aunque este trabajo en sí está en su infancia, apoya las afirmaciones teóricas de que la moralidad humana es un aspecto central de la naturaleza humana. (HAMLIN, 2013) (traducción nuestra)

Ahora bien, ¿en qué consiste esa conciencia moral posiblemente innata? Conviene recordar que está estrechamente vinculada a la libertad, complejo concepto, cuestionado por algunos en la actualidad, como Pentland (2014), pero fácticamente poco cuestionable. Con frecuencia se dan situaciones en las que la gente es consciente de tener que afrontar un problema, pero no son conscientes de que ese problema sea un problema moral o, al menos, algunos de sus aspectos tengan una dimensión moral. Es lo que podemos llamar como Bauman, ceguera moral: la incapacidad de percibir esa dimensión ética de las actividades de nuestra vida cotidiana. Se manifiesta de manera más extrema en personas que casi nunca se sienten culpables de un acto cometido. A lo sumo, aceptan la responsabilidad de lo que hacen, pero más difícilmente el concepto moral, no jurídico, de culpa. Y sobre todo se manifiesta en que, con frecuencia, tanto en el ámbito estrictamente individual como en el social y el político, la reflexión no va más allá de una cuestión procedimental o técnica, esto es, centrada en los medios que debemos emplear y los pasos que debemos dar, sin apenas preguntarnos por los fines, pregunta en la que la dimensión moral queda más patente. Ahora bien, en esas decisiones importan sobre manera las intenciones, es decir, lo que pretendemos conseguir al resolver el problema y es precisamente esa intencionalidad la que es intrínsecamente moral, pues requiere tener en cuenta los valores que están en juego y establecer una jerarquía que dé una prioridad a unos valores y relegue a otros que tienen menos valor. Con una mirada un poco más amplia, está en juego la clase de persona que queremos ser y la clase de mundo en el que queremos vivir.

2. La dimensión moral a lo largo del ciclo vital

Como cualquier otra dimensión humana, la dimensión moral experimenta un desarrollo, con un sentido ascendente bastante claro en las etapas del desarrollo personal (de la infancia a la vida adulta) hasta alcanzar la plena madurez, en torno a los 22-24 años. Ahora bien, la maduración personal, más todavía la moral, es un proceso que dura toda la vida, existiendo diferencias individuales muy marcadas. La experiencia muestra que pueden darse procesos de retroceso e incluso de autodestrucción personal. En el ámbito específicamente moral, hay procesos de degradación moral, algunos inducidos por otras personas, como puede ser el caso extremo de las “escuelas de torturadores” o los casos en los que una gran parte de una sociedad asiste en silencio y sin oponerse a una degeneración del clima social. En todo caso hay una etapa clara que va desde el nacimiento hasta la madurez, una etapa algo posterior a la que mayoría de edad civil, los 18 años, pues se cierra unos años después, en torno a los 22-24, cuando ya somos capaces de tomar decisiones racionales y responsables y de manejar adecuadamente nuestras emociones y nuestras relaciones interpersonales: somos personas adultas. Podemos añadir otros rasgos como un equilibrado sentido de la propia identidad a un tiempo asertivo y un buen desarrollo de las dimensiones de cordialidad, confianza, tolerancia, comprensión…, en relación con las personas con las que convivimos (GARCÍA y otros, 2002).

Quizá quien abordó el tema con más rigor, estableciendo además un marco de referencia que impactó profundamente en el desarrollo de la psicología moral, fue Kohlberg (KOHLBERG et alia, 1999). Este psicólogo moral, utilizando los dilemas morales como instrumento central de sus investigaciones, llegó a la conclusión de que las personas pasamos por tres niveles y seis etapas, en una secuencia rígida que lleva de una etapa a otra. El primer nivel es el de la moral preconvencional o premoral, en el que no se da realmente un comportamiento moral; sigue la etapa convencional, que básicamente coincide con el final de la infancia y la adolescencia y finalizada esta se da ya un comportamiento normativo autónomo. No es momento de entrar en la discusión que se ha dado en la historia en torno a esta descripción de la evolución moral que Kohlberg presentaba como un esquema universal, avalado por sus investigaciones en sociedades no occidentales. Destaco el papel que en el enfoque de Kohlberg desempeñan los dilemas morales: no solo permiten evaluar el nivel de competencia ética de las personas, sino también forman parte del proceso de formación, eso sí, en su caso en el marco de escuelas democráticas. En todo caso, podemos considerar que Kohlberg no abordó realmente la posibilidad de convertir los dilemas en un recurso didáctico para la educación moral. Consideraba que el proceso de desarrollo moral era natural y que lo que había que hacer era no poner trabas. Estaba, sobre todo, interesado en contrastar la posibilidad de que los estadios morales tuvieran un valor universal.

Para que ese proceso de crecimiento moral se produzca es necesario un adecuado enfoque educativo (GARCÍA MORIYÓN, 2009). Son decisivas las etapas de la infancia y la adolescencia, pero los cambios se mantienen a lo largo de todo el ciclo vital, durante los que es posible incluso que se produzcan deterioros y retrocesos por lo que el cuidado de las hábitos y competencias que sustentan una vida moral plena deben ser constantes. La competencia moral puede debilitarse, aumentando los comportamientos moralmente criticables. O las situaciones que hay que afrontar pueden ser tan complejas que no sea fácil encontrar una solución aceptable.

Podemos afirmar que el núcleo fundamental de la dimensión moral está ya desde el nacimiento y en el primer año de vida aparecen comportamientos acompañados por la empatía y la simpatía. Es muy esclarecedor el enfoque del desarrollo moral elaborado por Martin Hoffman (2000), que completa el de Kohlberg. Según Hoffman, el proceso se inicia con la empatía y se va desarrollando gracias a la interacción con otros niños y con los adultos. Dicho desarrollo se caracteriza por ir profundizando en la comprensión de los sentimientos ajenos, pasando de una percepción inicial superficial a otra en la que se tienen en cuenta más aspectos y más íntimos. Además se distingue por la progresiva complejidad del análisis de la situación y de las posibles respuestas encaminadas a mejorar la conducta empática y altruista. Hoffmann señalaba que, contando con esa empatía inicial, el desarrollo consistía en ir aprendiendo a mejorar las estrategias para afrontar los problemas morales y darles una buena solución.

Es cierto que otras teorías han propuesto enfoques diferentes, con distintas etapas, pero el interés de las dos que acabamos de mencionar se relaciona directamente con la propuesta de incorporar los dilemas morales en la enseñanza, en el marco de una comunidad de diálogo filosófica centrada en problemas éticos. Esto es algo que realizamos cotidianamente en variadas situaciones de diferente nivel de complejidad y distinta carga moral. Prácticamente todas las decisiones que tenemos que ir tomando cada día tienen ‒en algunos casos de manera implícita pues hemos terminado generando unos hábitos de comportamiento que nos permiten actuar sin reflexionar demasiado‒ una dimensión moral: actuamos para alcanzar unos fines que guardan relación con la clase de persona que queremos ser y la clase de mundo en el que queremos vivir.

3. Mirar y actuar: entre principios y consecuencias

La filosofía moral o ética es uno de los campos de la filosofía que ha recibido más atención por parte de los filósofos desde los orígenes y sigue siendo un campo cultivado con interés, en el mundo actual urgidos por los serios desafíos globales y existenciales que nos obligan a tomar decisiones teniendo claros los objetivos que buscamos, ordenados de acuerdo con las preferencias determinadas por aquello que consideramos especialmente relevante y valioso. A eso se añade que nos encontramos en una época en la que en gran parte de los países y sociedades está presente una pluralidad valorativa que hace difícil ponerse de acuerdo y también hace difícil mantener nuestra propia escala personal de valores. Una temática constante ha sido identificar de qué estamos hablando cuando hablamos de valores, un concepto que se introduce en la ética muy tarde, en el siglo XIX: cuáles son las cosas valiosas que queremos conseguir (Scheller), qué caracteriza el lenguaje moral (Moore), cómo percibimos los valores (estimativa moral, ceguera moral)… Una segunda temática es alcanzar la felicidad o la plenitud, acmé (ἀκμή) en griego y floruit en latín o floreció en español, lo que implica lograr cierta claridad sobre las cosas que nos proporciona una vida buena o, retomando el enfoque de Manfred Max-Neef (1986), las cosas, objetos, situaciones que satisfacen nuestras necesidades. No es el momento de profundizar en estas dos temáticas, pues nos llevaría demasiado lejos y mejor es centrarnos en el enfoque que da Dewey a la educación moral: vincular la reflexión sobre los valores en el marco de la pregunta sobre cómo decidimos lo que debemos hacer, en un continuo de fines–medios, de tal modo que la relación entre ambos, central en el comportamiento moral, esté determinada por un contexto pragmático de acción (DEWEY, 1909).

La introducción de los dilemas morales es un recurso muy potente para mejorar algo la conducta moral. Eso lo ha visto también con claridad George Lind (LIND, 2019). Su propuesta está influida por Kohlberg, pero Lind considera que sí es posible desarrollar un modelo de intervención educativa que potencie el desarrollo moral, mientras que Kohlberg había quedado algo desanimado con el impacto de su propuesta de dilemas morales en el desarrollo moral de los niños: cuando se aplicaba, mejoraban, pero al año siguiente nadie seguía aplicando el modelo en el marco de la escuela (BLATT & KOHLBERG, 1975). Lind elabora un método más centrado en ese posible impacto y lo denomina Método Konstanz de discusión de dilemas. Se centra en cuatro ideas centrales: 1) crear un buen clima de aprendizaje en el aula; 2) provocar la discusión partiendo de relatos que ofrecen un dilema semi-real; 3) alternar fases de apoyo y desafío o cuestionamiento; 4) auto-moderación de la discusión; y 5) poner el foco en los hechos y no en las personas.

Una larga experiencia en el uso de estos dilemas en clase indica que los dilemas son un instrumento potente para una educación moral centrada en el desarrollo de las competencias morales, que incluye tanto dimensiones cognitivas como afectivas, orientada a generar hábitos de conducta que asociamos con la bondad humana, en cierto sentido una educación del carácter. En primer lugar, incrementa la capacidad de percibir los valores, evitando un problema muy serio que consiste precisamente en la insensibilidad moral, algo que guarda estrecha relación con una cultura marcada por un individualismo radical y una fragmentación valorativa, hasta el punto de llegar a un radical relativismo moral: no tomo decisiones para alcanzar algo bueno, sino que mi propia decisión se convierte en creadora de valor, algo es valioso porque lo quiero (BAUMAN Y DONSKIN, 2013). En segundo lugar, estimula y potencia la exigencia de una reflexión crítica que nos permite establecer una jerarquía valorativa en nuestras preferencias y al mismo tiempo buscar medios que sean sin duda eficaces para resolver el problema, pero también coherentes con los fines que se buscan, pues difícil es alcanzar algo con unos medios que contradicen eso que queremos alcanzar. Ese es el enfoque de Dewey, quien, además, lo lleva a la educación (DEWEY, 1964) y es sobre todo el enfoque que da el programa de Filosofía para Niños, creado por Mathtew Lipman y Ann Sharp. Este programa reivindica el papel de la filosofía en la formación de la infancia y la adolescencia; la propuesta se plasma en todos los materiales elaborados, pero de modo especial en tres de los niveles del programa: el relato Nous¸ pensando en primaria, y Lisa y Mark para educación secundaria; los manuales para ayudar al profesorado a usar esos tres relatos tienen títulos claros: Decidiendo qué hacemos, Investigación ética  e Investigación social, con numerosos recursos educativos para fomentar la reflexión y el comportamiento morales.

4. Dilemas y problemas morales

Antes de pasar al final de este trabajo, es bueno recordar uno de los más célebres dilemas, el dilema del tranvía planteado por Philippa Foot: una persona ve venir un tranvía a gran velocidad y está junto a un cambio de agujas por el que va a pasar el tranvía; en ese momento, el tranvía va a entrar en una vía en la que hay cinco personas trabajando y es posible manipular el cambio de agujas para que siga por una vía en la que solo hay una persona. Si mueve la aguja, morirá una persona; si no lo hace, morirán cinco. El dilema ha sido usado en una aplicación en su página web (https://www.moralsensetest.com/) y lo han respondido más de doscientas mil personas en de todo el mundo. En torno al 90% de las personas, optan por mover el cambio de aguja y matar a una persona. En una variante del problema, está viendo al tranvía desde lo alto de un puente y hay una persona gorda a tu lado. El tranvía va a matar a esas cinco personas, pero quien lo está viendo empuja a esa persona, que está algo distraída, caerá a la vía y morirá atropellada, pero el tren habrá frenado y se salvarán cinco personas. En este caso, en la encuesta realizada en todo el mundo casi se invirtió el porcentaje: solo en torno a un 10% empujaría a la persona corpulenta. Este cambio parece indicar que ante la vista cercana de un ser humano nos sentimos obligados por un principio moral incuestionable, mientras que cuando vemos de lejos a esos seres humanos, es más fácil adoptar una posición que calcula costes y beneficios. Interesante es también el dilema que utilizó con frecuencia Kohlberg: la esposa de un hombre está en el lecho de muerte y solo puede salvarse si toma una medicación muy cara inventada por un farmacéutico del lugar, pero es muy cara y no puede pagarla. Tras intentar conseguir dinero sin éxito decide robarla. ¿Está bien robarla?

 En nuestro modelo de dilemas, una vez leído el dilema, pedimos al alumnado que reflexione un momento y escriba cuál de las dos opciones escogería, dando una razón de su opción. Conservan esa respuesta y pasamos a centrarnos en el hecho de que hay dos opciones y lo primero que le pedimos es que nos escriba razones a favor y contra de los que plantea la pregunta: ¿Moverías la agujas o no la moverías? ¿Robarías o dejarías que muriera tu mujer? Le pedimos que proponga al menos tres o cuatro razones en cada una de las dos opciones. La práctica nos ha indicado que no debemos preguntarle directamente por los valores, pues no suelen tener claro qué les estamos pidiendo; pedimos al menos tres razones a favor o en contra, algo que les resulta más sencillo. Les pedimos además que las orden por su importancia, de más a menos importancia. La siguiente pregunta que les formulamos es que digan qué valores están en juego y hacen difícil la solución, algo que ya pueden responder puesto que, en cierto sentido, las razones aluden claramente a valores, más todavía si los han ordenado. A continuación, les pedimos que imaginen una solución alternativa. Estamos apelando a su imaginación y a su capacidad de ir más allá del marco de confrontación que, en principio, plantea todo problema. Si es un ejercicio escrito, les pedimos que elijan la solución que prefieren entre las dos del dilema y las que han imaginado y que, una vez elegida, escriban un texto argumentado por qué la han elegido.

Obviamente, el dilema se discute en el ámbito del aula, con la participación de todos los alumnos. Transformamos entonces el aula en una comunidad de investigación ética en la que el alumnado se implica en una búsqueda colaborativa de una respuesta, conscientes desde el primer momento de que es necesario argumentar la respuesta y que es igualmente necesario escuchar con rigor cuando otras personas del aula defienden respuestas distintas. Y es igualmente necesario ejercitar las virtudes argumentativas (GASCÓN, 2018) que pueden ser inicialmente exigidas con las intervenciones del profesor o profesora que facilita y orienta el diálogo sin imponer ninguna solución. Lo que inicialmente era un dilema con solo dos respuestas incompatibles, pasa a ser un problema en el que hay más matices y posibilidades. Pasamos de un diálogo más bien de confrontación en el que unos ganan y otros pierden, a un diálogo constructivo, en lo que lo importante no es ganar, sino resolver un problema, de tal modo que todos puedan al mismo tiempo ganar y perder, pero no de forma absoluta. O incluso todos puedan ganar (JOHNSON, 2015).

Termino destacando la riqueza que tiene el uso de los dilemas. Por una parte, en un primer momento, el dilema planteado como respuesta radical está directamente vinculado con la ética kantiana, como el mismo Kohlberg indicó. La respuesta viene dictada por la percepción clara de que hay valores que se imponen como si de imperativos categóricos se tratara: actúa moralmente bien quien obedece el imperativo categórico o, en un enfoque más propio de Levinas, quien se siente interpelado por la presencia de otra persona. No existe otra alternativa que hacer lo que es percibido como bueno sin reparar en posibles daños colaterales incluidos los que podamos sufrir nosotros mismos.

En el momento en el que pedimos buscar alternativas, pasamos a un enfoque de tipo utilitarista o consecuencialista, sin que desaparezca del todo el anterior: sopesan los pros y los contras de las decisiones que podemos tomar y terminan optando por aquella que maximiza los beneficios y minimiza los daños. Lo que define que una acción es buena y, por tanto, lo es la persona que la hace intencionadamente, es el beneficio que genera, es decir, el bien que hace (bene-ficio, bene-ficiencia, bene-factor) y el número de personas a las que llega ese bien, una propuesta elaborada por filósofos como Stuart Mill y en la actualidad Peter Singer.

Por último, sobre todo en el ámbito del diálogo desarrollado en el aula, pero también en la respuesta argumentada de forma individual, nos aproximamos a una corriente importante que se remonta a Aristóteles y  está presente en la propuesta de Dewey (DEWEY, 2014)  que tiene clara actualidad en las propuestas diversas que convergen en lo que se llama la ética de las virtudes centrada en la importancia de desarrollar buenos hábitos de conducta, o virtudes, y de evitar los malos hábitos, es decir, los vicios. En educación está presente en lo que se llama educación del carácter, si bien en esta corriente hay una cierta tendencia a “indoctrinar” al alumnado para que se porte de determinada manera (LICKONA, 1999). El hilo conductor de la educación con dilemas es contribuir a que el alumnado crezca en su capacidad de pensar por sí mismo, de una manera crítica y argumentada en diálogo permanente con quienes conviven con él, ya sea en el aula, en la familia o en al barrio. No olvidemos que la pregunta decisiva en la resolución de un dilema moral es la que formulamos en el ejercicio: ¿y tú qué harías? Reclamaos una respuesta individual, pero bien argumentada, en la que está en juego la clase de persona que uno mismo quiere llegar a ser y la clase de mundo en el que quiere vivir.

La resolución de problemas morales ha desempeñado un papel muy importante en las llamadas éticas profesionales, pero también en la educación moral. Resolver dilemas morales es una forma de mejorar el desarrollo moral de niños y adolescentes, y es también un buen instrumento para evaluar el desarrollo moral del alumnado. La fuerza formativa de los dilemas radica en familiarizarse con los valores y ser capaz de establecer una jerarquía entres los mismos, precisamente porque el dilema nos obliga a elegir entre dos o más valores que entran en conflicto. En todo caso, conviene evitar los dilemas, puesto que solo se dan en algunas ocasiones y provocan situaciones que pueden ser angustiosas. Muchas veces, los dilemas pueden ser convertidos en problemas, siendo entonces conscientes de que no es una elección entre dos opciones, sino que es posible buscar soluciones alternativas. Es más, parece lo más adecuado evitar siempre que sea posible afrontar dilemas, por lo que es conveniente a explorar posibilidades alternativas. Esto sitúa la resolución de problemas en el campo más amplio de la resolución de problemas en general, tema que ha recibido mucha atención en muchas disciplinas.  Obviamente es un procedimiento que exigen un conjunto de competencias, específicamente cognitivas algunas, otras específicamente morales. Hay cierta confluencia en el ámbito de las virtudes argumentativas.

Cierro este artículo con una larga dita de dos personas que han dedicado mucho tiempo a indagar sobre la educación moral y a investigar sobre la aplicación de modelos de educación y moral y el desarrollo de la personalidad. Es la línea iniciada por Aristóteles, que tiene una importante continuidad en la ética de Dewey, autor que ha influido mucho en la propuesta de FpN:

G. Watson (1990) sugirió una división tripartita útil de la teoría ética: la ética de la exigencia (donde las consideraciones morales primarias se refieren a los juicios racionales de la obligación y el deber y la evaluación moral de la acción), la ética de las consecuencias (diversas formas de utilitarismo) y la ética de la virtud. Una ética de la virtud se distingue de las demás por su afirmación de que los hechos morales básicos son hechos sobre la calidad del carácter (arête); que los juicios sobre los agentes y sus rasgos tienen primacía explicativa sobre los juicios sobre el deber, la obligación y la utilidad; y que los juicios deónticos sobre la evaluación de la obligación y la acción se derivan, de hecho, de la evaluación del carácter y auxiliares a ella. «Sobre una ética de la virtud», escribe, «cómo es mejor, correcto o apropiado comportarse se explica en términos de cómo es mejor para un ser humano ser» (p. 451). Por lo tanto, una ética de la virtud tiene dos características: (1) hace una afirmación de primacía explicativa para los juicios areticos sobre el carácter, los agentes y lo que se requiere para florecer; y (2) incluye una teoría sobre “cómo es mejor, correcto o apropiado comportarse uno mismo” a la luz de lo que se sabe sobre la excelencia humana». (REILLY & NARVAEZ 2018).

Esta propuesta es la que orienta la tarea de investigación y resolución de los problemas morales del grupo de Investigación Niaiá (Niaia.es), en el que hay un grupo específico de cuatro personas, yo mismo más Lourdes Mogollón Cardenal, Irene La Fuente y Lucía Sainz Benítez de Lugo, que trabajamos en la resolución de los dilemas morales

Referencias

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