Los seres humanos poseemos el don de la razón. Con ella, podemos hilar pensamientos y conectar unas ideas con otras. Cuando hacemos esto, estamos razonando. Pero de la misma manera que un arquitecto debe planear bien los materiales, calcular y trazar con rigor el plano del edificio que quiere construir, así nosotros, los seres humanos, debemos también aprender a unir adecuadamente los pensamientos.
Es más, si el arquitecto no se molestara en comprobar cómo es el terreno sobre el que va a levantar su proyecto, posiblemente este se derrumbaría. De la misma manera, si nosotros no buscamos una buena base sobre la que levantar nuestras afirmaciones, estas también se caerán y no se sostendrán.
Partir de una buena base, de unos cimientos sólidos, es, tanto en arquitectura como en el arte de pensar, una condición de posibilidad para que podamos alcanzar la verdad (ontológica en el primer caso, pues el edificio podrá ser real, y epistemológica en el segundo, pues con buenas razones sabremos que estaremos más cerca de la verdad).
Así, no es lo mismo construir, que construir bien (los efectos pueden ser muy diferentes) y no es lo mismo dar razones que dar buenas razones (pues también puede haber consecuencias muy distintas).
Si lo que buscamos es justificar, asentar y lograr que nuestras creencias e ideas sean aceptadas o al menos que haya motivos para que sean preferidas frente a otras, deberemos procurar dar buenas razones, construir ese firme necesario para que nuestros pensamientos no sean afirmaciones aisladas, frágiles, leves… Por supuesto, no se trata de convencer para ganar una batalla dialéctica, sino de, como diría Kant, someter ante el juicio de la razón nuestras propias creencias y las de los demás para entre todos, acercarnos a la verdad.
Dar razones ya es todo un paso, es intentar construir ese suelo sobre el que levantar las ideas, pero no es suficiente, pues bien podría ocurrir que nuestras razones fueran, al no ser suficientemente adecuadas, como un terreno arcilloso que al final provocaría el derrumbe de nuestro edificio del pensar. Buscamos pues, buenas razones.
Pero, ¿qué hace de una razón una buena razón? Una buena razón es aquella que tiene peso, que tiene fuerza. Que hace que nuestra mente no pueda sino aceptar como evidente, o al menos muy probable, la idea que estamos defendiendo.
En muchas ocasiones es difícil encontrar una razón así, pero la fuerza y el peso no tienen porqué lograrse con una única razón. Una buena manera de dar buenas razones es hacer una adicción de razones, es decir, dar varias razones que nos permitan defender nuestra tesis.
Cuando usamos varias razones hay algo que debemos tener muy en cuenta, estas deben ser coherentes y consistentes. Por un lado, las razones que estamos dando deben ser consistentes entre ellas, no deben implicar contradicción y, por otro lado, estas razones deben casar bien entre ellas, deben estar relacionadas y tender todas hacia el mismo fin (la defensa de la tesis que estamos intentando demostrar):, nuestro discurso debe por ello ser coherente, tener un sentido.
La inconsistencia implica así contradicción, es decir, que hacemos uso de razones que se niegan una a la otra. Si una es verdadera la otra no puede serlo. La coherencia, sin embargo, requiere que, además de no haber contradicción, haya una relación entre las razones y entre estas y la posición que estamos intentado justificar.
Imaginemos, como ejemplo ilustrativo, la siguiente situación entre Pinky y Cerebro, dos ratones capaces de hablar y de razonar:
Pinky: ¿Por qué quieres dominar el mundo, Cerebro?
Cerebro: Pues porque yo soy el más listo, y no quiero que los que son más listos que yo me digan lo que tengo que hacer (inconsistencia). Además, si domino el mundo tendré más dinero y mi abuela me comprará el mejor queso porque seré el más bello de los ratones (incoherencia).
Una manera de luchar contra la incoherencia es la búsqueda de la pertinencia. Cuando indaguemos en las razones que tenemos para defender algo es fundamental que nos preguntemos si las razones que vamos a esgrimir están relacionadas con lo que queremos defender. Así, en el ejemplo de Pinky y Cerebro, que este último domine el mundo no parece estar en absoluto relacionado con que él logre ser más bello y por tanto su abuela le regale un queso. No es por tanto pertinente hablar de la belleza individual cuando lo que se está buscando son razones para dominar el mundo.
Dar razones pertinentes es dar razones que se corresponden y relacionan con lo que estamos diciendo. Además, para que algo sea pertinente debe también ser relevante, es decir, importante, debe aportar información y esa información que aporta ha de ser explicativa y enriquecedora.
Esto significa que no podemos dar cualquier tipo de razón para justificar o defender una creencia o idea. De algún modo estas razones deben ser más clarificadoras y tener más fuerza que la idea que estamos intentando defender. Que sea capaz de explicar mejor por qué pensamos lo que pensamos, hace que nuestras razones sean pertinentes (pues vienen al caso, relacionan la razón con la idea a defender) y relevantes (hacen que nuestra razón sea más fuerte y se entienda mejor la idea que estamos justificando).
Algo que es fundamental para que nuestro discurso sea coherente es que, además de estar relacionas las razones entre sí, y lo estén de manera no contradictoria, lo estén con el estado actual de conocimientos, con lo que actualmente se sabe con elevada certeza sobre el mundo. Se trata de que nuestras razones sean creíbles.
Cerebro podría argumentar que debe destruir el mundo porque un dios se lo ha mandado y si no lo hace le reducirá a cenizas, esto no encierra ninguna contradicción, ni incoherencia, pero desde luego resulta poco creíble que haya un dios que se comunique con ratones inteligentes para pedirles que acaben con el mundo.
Una buena razón es una razón que tiene muchas posibilidades de ser real, el nivel de coherencia que tenga con el mundo, su credibilidad, otorga mucha fuerza a las razones.
Hay determinados tipos de razones que tienen mucho peso por su alto nivel de credibilidad, es lo que ocurre con las razones basadas en hechos. Los hechos son evidencias y pueden llegar a ser muy relevantes y muy pertinentes, además de ser, como ya hemos indicado, muy creíbles (ya conocemos el dicho de “si no lo veo, no lo creo”).
Si estuviéramos esperando a que llegase un amigo para ir a comprar las entradas del cine podría ocurrir lo siguiente:
Julia: Ya podemos irnos
Alfonso: Pero falta Jaime
Julia: No va a venir
Alfonso: ¿Cómo lo sabes?
Julia: Porque me ha mandado un mensaje hace 1 minuto, mira, lee, dice que se encuentra mal y que al final se va a quedar en casa.
Desde luego, podríamos dudar de las palabras de Julia o de las de Jaime, ya que quizás de pronto este se encontrase mejor y decidiese venir, pero no tenemos ningún motivo para pensar que eso va a ocurrir. Basándonos en las evidencias que tenemos, la creencia más probable es que no vaya a acudir a la cita, por lo que tenemos buenas razones para irnos a comprar las entradas y no seguir esperando.
Cuando hablamos de hechos debemos también ser críticos, no todo lo que vemos tiene que ser tal como parece, y no por que veamos algo una vez podemos extraer de ello una ley general.
En este sentido debemos tener muy en cuenta el problema de la inducción. Este problema, desvelado por Hume y posteriormente recuperado por Popper, incide en el hecho de que es imposible hacer afirmaciones universales partiendo de hechos particulares. Podemos tener buenas razones para creer que el fuego nos va a quemar si nos acercamos a él, ya que es lo que siempre ha pasado, pero eso no significa que siempre vaya a ser así; aun así, aunque debemos siempre mantener una actitud de crítica y de apertura al cambio y a la aparición de nuevos hechos que contradigan lo que hasta ahora creíamos, mientras no haya nada que nos lleve a pensar lo contrario, podemos seguir aceptando lo que los hechos nos muestran.
Por supuesto, un hecho aislado no puede decirnos mucho en defensa de algo, a no ser que se trate de un hecho que niegue alguna supuesta verdad. La fuerza de los hechos aislados no radica tanto en su capacidad para corroborar sino en su capacidad para refutar o, como diría Popper, para falsar.
A pesar de que los hechos aislados no son capaces de corroborar con certeza absoluta una verdad, sí pueden, si hacemos una adicción de hechos, constituirse como pruebas de que es racional aceptar, por el momento y hasta que no haya una alternativa mejor, esa creencia o idea. Así, si logramos poner varios ejemplos que corroboren una tesis, estaremos dando peso a nuestras razones, nuestros ejemplos aislados se habrán convertido en conjunto en una buena razón. Por supuesto, debemos estar vigilantes para no caer en falacias como el argumento as antiquitatem (y considerar que porque algo se haya hecho durante mucho tiempo significa que es lo mejor) o el argumento ex populo (que defiende acríticamente lo que cree o hace la mayoría).
Por último, debemos hablar de los criterios. Los criterios son razones, son buenas razones. Cuando estamos intentando argumentar si algo es bueno o malo, útil o inútil, justo o injusto, si atenta contra nuestros derechos o no… es decir, cuando estamos en el campo de la ética o en el de la filosofía práctica, los criterios son buenas razones para elegir entre varias alternativas. Un criterio es una herramienta conceptual que nos sirve para poder comparar varias opciones, es, en definitiva, una metaregla que nos permite dirimir, evaluar y elegir.
Si estoy sacando la compra del coche y tengo que repartir las bolsas entre los distintos miembros de la familia no daré la misma bolsa al adolescente deportista de catorce años que a la pequeña artista de la casa de once años. Usaré el criterio de la fuerza para repartir las bolsas y a la pequeña le daré una que pese poco, mientras que a nuestro jovencito le daré sin problema un par de packs con 6 litros de leche cada uno.
He usado el criterio de la fortaleza física para hacer el reparto y he comparado cuánta fuerza tiene cada uno de los miembros de mi familia.
En el caso de los dilemas morales, o cuando debemos optar por tomar una decisión de entre varias posibles, recurrir a criterios es dar buenas razones para decidirnos por alguna de las alternativas.
Matthew Lipman (1998) hace el siguiente listado de criterios que pueden ser usados como buenas razones para defender nuestras creencias e ideas.
– Estándares
– Leyes, estatutos, reglas, regulaciones, cartas de derechos, cánones, ordenanzas, orientaciones, directrices.
– Preceptos, requisitos, especificaciones, normativas, estipulaciones, fronteras, límites, condiciones, parámetros.
– Convenciones, normas, regularidades, uniformidades, generalizaciones.
– Principios, supuestos, presuposiciones, definiciones.
– Ideales, propósitos, fines, objetivos, finalidades, intuiciones, impresiones.
– Pruebas, credenciales, evidencias fácticas, hallazgos experimentales, observaciones.
– Métodos, procedimientos, programas, medidas. (p. 175)
Por supuesto, como ocurría cuando hablábamos de dar razones, también en el caso de los criterios, que son buenas razones, podemos intentar hacer un sumatorio, una adicción de criterios, siempre será mejor un argumento que se puede fundamentar desde varios criterios que aquel que lo haga sólo desde uno.
Pero la experiencia nos dice no todas las reglas, las generalizaciones o los objetivos son igual de válidos. Tras estos criterios siempre se encuentra algún valor. Que una norma, o una ley, o una convención tengan más o menos peso va a depender en última instancia de que el valor que estén defendiendo (y que en definitiva actúa como megacriterio) sea preferible o otros.
Por ello, si queremos realmente ir hasta la raíz del problema y fundamentar rigurosa y profundamente nuestras ideas, habremos de apelar a los valores. Esto es precisamente lo que se debe hacer en los dilemas morales. Según el valor de la bondad, o según el valor de la utilidad, ¿qué sería más beneficioso hacer? El problema de los criterios es que estos hay que justificarlos también. Si tengo dos alternativas y una de ellas es mejor teniendo en cuenta el criterio de la bondad, pero la otra es mejor teniendo en cuenta el criterio de la utilidad, ¿con cuál me quedo? Por eso hay que reflexionar también y dar buenas razones de por qué un valor es preferible a otro. Una vez tenemos claros cuál es la jerarquía de nuestros valores, podemos utilizar esta jerarquía como criterio para tomar decisiones en nuestra vida.
En definitiva, una buena razón es aquella que tiene peso, fuerza, y esta se logra cuando nuestras razones cumplen varias características:
– Son coherentes.
– Son consistentes.
– Son creíbles.
– Son pertinentes.
– Son relevantes.
– Son explicativas y clarificadoras.
– Presentamos evidencias a su favor.
– A poder ser, se presenta más de una razón.
– Utilizamos criterios de peso para seleccionar entre alternativas y decidir cuál es la mejor opción.
Excepto en el caso de las evidencias, que no siempre es posible disponer de ellas, el resto de las características y rasgos no deberían faltar nunca cuando intentemos dar buenas razones.
Si así lo hacemos, podremos estar seguros, no de que lleguemos a la verdad, pero sí de que nos habremos aproximado a ella. No de que descubramos el significado de la justicia o la bondad, pero sí de que estaremos acercándonos a ser, a través de un acto del pensar honesto y crítico, un poco más justos y buenos.
BIBLIOGRAFÍA:
– Lipman, M. (1988). Investigación ética: Manual del profesor para acompañar a Lisa. Madrid. España: Ediciones de la Torre.
– Lipman, M. (1998). Pensamiento complejo y educación. Madrid. España: Ediciones de la Torre.
– Lipman, M., Sharp, A. M., y Oscayan, F. S. (2002). La Filosofía en el aula. Madrid. España: Ediciones de la Torre.
– Lipman, M. (2004). Decidiendo qué hacemos: Manual del profesor para acompañar a Nous. Madrid. España: Ediciones de la Torre.
Para citar esta entrada
Cardenal Mogollón, Lourdes (2020) Buenas razones. El 27/11/2020 en https://niaia.es/buenas-razones-y-virtudes-argumentaticas/
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