El papel de la razón en la argumentación moral
1ª sesión del seminario permanente: Sesgos y falacias en la argumentación moral
Normalmente, cuando nos piden que definamos qué caracteriza a una buena persona, solemos incluir rasgos o comportamientos que tienen que ver con las emociones. Una buena persona es compasiva, tiene empatía, es valiente, ama y ayuda al próximo… Por el contrario, si nos piden que pensemos en una mala persona nos acordamos de los psicópatas, tipo Hannibal Lecter, personas que comparten una especial carencia de sentimientos, en especial les falta empatía, o los tiene de manera superficial. Por el contrario, poco decimos de sus competencias cognitivas, por apreciables que sean. Es más, con frecuencia escuchamos una frase muy elocuente: «de puro bueno, es tonto».
No obstante, es cierto que ningún sistema legal del mundo considera legal o moralmente responsable a una persona con importantes carencias cognitivas. Su incapacidad para razonar les convierte en irresponsables. En el mismo sentido va otro viejo dicho popular: de buenas intenciones está empedrado el camino del infierno. Es decir, por buenas que sean las intenciones (más asociadas con los sentimientos), los resultados de lo que hacemos pueden ser realmente malos, en general porque no hemos sabido descubrir cuál es el camino correcto para conseguir unos determinados fines.
El papel de la razón en el comportamiento moral es, en principio, bastante elevado. Esto se debe, entre otras cosas, a dos aspectos muy importantes del comportamiento moral. Por un lado, es posible que haya un acuerdo general, en todas las culturas y tiempos, en algunos principios morales básicos, como no matar, decir la verdad, ser valientes, no robar…, pero también en todas las culturas hay excepciones a esos principios que se consideran moralmente justificadas en contextos específicos: algunas veces está bien mentir o matar, ser cobardes o apropiarse de lo ajeno. Para averiguar cuándo se dan esos contextos específicos hay que analizar bien la situación, precisar el núcleo del problema y explorar con rigor cuáles son las alternativas que tenemos.
Por otra parte, la vida cotidiana nos pone con frecuencia en situaciones conflictivas, bien sea porque hay valores que entran en conflicto y no sabemos a cuál dar prioridad, o porque nos relacionamos con personas que tienen intereses diferentes y debemos buscar soluciones que satisfagan a todas. Y sobre todo porque la vida en general es problemática y compleja en muchas ocasiones lo que nos obliga a tener la mente bien despierta y a argumentar bien lo que debemos hacer y cómo lo vamos a hacer.
Además, parece ser un rasgo básico del comportamiento humano —presente ya en niños bien pequeños— la necesidad de justicia en un doble sentido: ser tratados justamente y obrar también con justicia, de tal modo que nuestro comportamiento se ajuste a lo que debe ser y podamos justificar. No solo necesitamos explicar por qué hacemos algo o por qué nos lo hacen a nosotros, sino que necesitamos algo más, necesitamos justificarlo y eso implica dar razones que demuestran que hemos hecho lo debido o lo justo en ese caso. Recordando a Aristóteles, buena persona es no solo la que hace algo bueno, sino la que lo hace por buenas razones y es capaz de dar esas razones.
El problema es que la tarea de justificar, es decir, de dar razón de lo que hacemos no es nada sencilla. Es complicada en sí misma, pues son muchos los aspectos que hay que tener en cuenta, pero también es complicada porque con cierta frecuencia queremos convencer a otros y a nosotros mismos recurriendo a trucos argumentativos, como es el caso de las falacias y el de los sesgos. Como argumentar bien no es sencillo, y cometemos errores involuntarios. Otras veces, sin embargo, se recurre a falacias y sesgos de manera intencionada para convencer, aunque quizá lo mejor sea decir que lo hacemos intentando persuadir, es decir, llevar a los demás y a nosotros a dar por justo y válido un argumento cuando sabemos que, en realidad, no es ni lo uno ni lo otro. Puede ser incluso pero, puesto que podemos intentar manipular para conseguir espuriamente el asentimiento.
Los primeros filósofos de la Grecia antigua lo tuvieron claro. Aprender a razonar, aprender lo que llamaban dialéctica o retórica, era fundamental en una sociedad en la que se pensaba que era más importante convencer que vencer, y que la palabra debía suplantar a las armas en la regulación de las relaciones interpersonales y en la toma de decisiones. Por eso analizaron con cuidado las falacias que se cometían al argumentar, puesto que podían llevarnos a error en nuestro proceso de tomas de decisiones, y también porque adulteraban las relaciones sociales al romper fraudulentamente las reglas del juego que facilitan la convivencia y la resolución de conflictos.
Por otro lado, los sesgos son efectos psicológicos que nos llevan a la formulación de juicios poco o nada exactos y en general a comportamientos irracionales. Antiguos como las falacias, solo más recientemente han recibido un tratamiento especial, primero desde el psicoanálisis, al hablar de los mecanismos de defensa del yo, y más tarde desde el mundo de la economía, al analizar la racionalidad de las decisiones, y desde el mundo de la psicología, en su análisis de los prejuicios y de los procesos de atribución. Quizá son incluso más difíciles de detectar que las falacias, pero su efecto no es menos perjudicial si no se tienen en cuenta y se evitan.
En la medida en que una tarea fundamental de la ética es ayudar a resolver de la manera moralmente correcta los problemas a los que tenemos que hacer frente, parece claro que es importante un estudio adecuado de falacias y sesgos, con la confianza en que un mejor conocimiento de los mismos ayudará a tomar mejores decisiones y a resolver mejor los conflictos sociales. No es tarea sencilla; hace falta dedicación atenta y constancia que permita que la ausencia de falacias y sesgos en nuestros argumentos se convierta en un hábito, esto es, un modo de actuar que fluye de manera casi natural. Como nuestra propia supervivencia personal y social depende de que resolvamos bien los problemas, parece ser que contamos con la ventaja de que nuestros genes y nuestros memes nos ayudan a razonar bien. Incluso, cuando no lo hacemos así, es porque confiamos en que la trampa va a funcionar como si hubiéramos aplicado las reglas del buen razonamiento.
Pero lo importante sigue siendo conseguir controlar el impacto nocivo de las falacias y los sesgos. Es un empeño esforzado, pero no imposible
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García Moriyón, F.: El puesto de la razón en la ética. En Niaia, consultado el 03/10/2017 en http://wp.me/p86q9f-kf