¿Es legítimo legalizar la eutanasia?

¿Es legítimo legalizar la eutanasia? Reflexiones sobre el suicidio

Félix García Moriyon.

Profesor Honorario. UAM. Miembro de Niaiá

Imagen de Gerd Altmann en Pixabay

En España lleva ya un cierto tiempo el debate en torno a la eutanasia. Ahora parece que, siguiendo el camino abierto por algunos países, más bien pocos, se va a aprobar una ley orgánica de regulación de la eutanasia. Parte del debate ha sido en torno a los conceptos manejados, empezando por el mismo de eutanasia, pero no voy a entrar ahora en ese tema. En las reflexiones que siguen parto del derecho a morir tal como lo define ese proyecto. Dice su art. 4: «Se reconoce el derecho de toda persona que cumpla los requisitos previstos en esta ley a solicitar y recibir la prestación de ayuda a morir.» En el preámbulo se distingue también entre eutanasia activa y asistencia al suicidio. Y se señala en al art. 5, 1, c) que la persona que lo solicita «debe sufrir una enfermedad grave e incurable o padecer una enfermedad grave, crónica e invalidante…». Al principio, en la exposición de motivos añade «… invalidante causante de un sufrimiento físico o psíquico intolerable.» Y deja bien claro cuál es el problema ético que se pretende resolver, un conflicto entre derechos fundamentales y otros protegidos constitucionalmente: «Son, de un lado, los derechos fundamentales a la vida y a la integridad física y moral, y de otro, bienes constitucionalmente protegidos como son la dignidad, la libertad o la autonomía de la voluntad.»

Por otra parte, también en el preámbulo, se indica que estamos ante «un debate en el que confluyen diferentes causas, como la creciente prolongación de la esperanza de vida, con el consiguiente retraso en la edad de morir, en condiciones no pocas veces de importante deterioro físico y psíquico; el incremento de los medios técnicos capaces de sostener durante un tiempo prolongado la vida de las personas, sin lograr la curación o una mejora significativa de la calidad de vida; la secularización de la vida y conciencia social y de los valores de las personas; o el reconocimiento de la autonomía de la persona también en el ámbito sanitario, entre otros factores.» Estamos ante un genuino y complejo problema moral y, dado el tema, no es de extrañar que sea un debate intenso.

El suicidio, en general, ha sido considerado negativamente en la mayor parte de las culturas y sociedades, con diferentes formas de penalizar a los suicidas, mostrando así el rechazo de su práctica: exposición del cadáver, prohibición de entierro en algunos cementerios, confiscación de sus propiedades que no pasaban por herencia a sus familias… En algunos casos, incluía también duras penas para quienes ayudaran o incitaran al suicidio y, en algunos países, la ley todavía exige hacer todo lo posible para evitar un suicidio. También ha sido frecuente la aprobación del suicidio en situaciones especiales, que van desde el suicidio por honor hasta el sacrificio de la propia vida para salvar a la comunidad. Esto último sucede cuando se deja morir a las personas ancianas que pasan a ser una carga para la comunidad o en algunos casos no tan ancianas, práctica que se ha dado en diversas sociedades y que, con frecuencia era practicada voluntariamente por la persona que se dejaba morir o se mataba.

No obstante, especialmente en la cultura occidental, a la par que el proceso de secularización, se ha ido adoptando una posición de despenalización que se inicia en la edad moderna y se acelera a lo largo del siglo XX. En estos momentos ya ninguno de los países de ese entorno penaliza el suicidio. Es más, desde Hume, claro defensor del suicidio, se vincula el suicidio con una manera de decidir libremente la forma de morir. Ya los estoicos habían defendido la posibilidad del suicidio en coherencia con un concepto superior, supramundano, de la vida digna. Y en los tiempos actuales ha aumentado el número de filósofos, y no filósofos, que ha defendido el suicidio en los casos de una vida con sufrimiento extremo, y en algunos casos han ampliado las situaciones en las que puede ser aceptable el suicidio. Lo que va lento por ahora es la legalización de la eutanasia o suicidio asistido pues requiere la participación de personas que ayuden al suicida o acaben con su vida; más lento va el considerarlo como un derecho que debe ser atendido con presupuestos públicos.

La propuesta de ley, aun reconociendo el problema moral, sustancialmente lo da por resuelto: por eso plantea la regulación, asumiendo el valor positivo de aquello que solo necesita una adecuada regulación, y la necesita porque es un tema delicado.  La ley apuesta por dar prioridad, sin fundamentarlo apenas, a los valores de la segunda parte, la dignidad, la libertad y la autonomía (que denomina bienes que constitucionalmente protegidos) y considera secundarios los de la vida y la integridad (que denomina derechos fundamentales). Es más, se puede deducir que la propuesta mantiene que no es posible vivir con dignidad cuando el sufrimiento psíquico o físico es intolerable o cuando se padece una enfermedad grave, crónica e invalidante; de ahí se sigue que la dignidad, la libertad y la autonomía solo son respetadas en el caso de que se admita el derecho a morir cuando alguien libremente lo decide para hacerlo con dignidad. No me parece muy fundamentado ese supuesto; considero más bien que no es válido afirmar de entrada que en esas condiciones se pierde la dignidad y es preferible quitarse la vida, afirmación de la que se sigue que quienes dan prioridad a la vida y la integridad no están siendo respetuosos ni con la libertad ni con la autonomía y se oponen a que algunas personas tengan una muerte digna. Todas las partes defienden la muerte digna y sin sufrimiento.

En este debate es fundamental el lugar que asignemos a la vida humana en la jerarquía de valores. Por un lado, las religiones del libro (cristianismo, judaísmo e islamismo), dominantes en nuestro contexto cultural, han defendido con energía la dignidad de la vida humana desde el primer momento de la existencia hasta la muerte, y como algo merecedor de un respeto al ser un don de Dios. Obviamente, no se puede apelar a Dios en el contexto de una deliberación pública puesto que es sobradamente conocido que un número significativo de personas no creen en Dios, y el preámbulo de la ley deja claro que la secularización de los valores ha favorecido una actitud más favorable a la eutanasia y el suicidio asistido. Es esta una afirmación más descriptiva que valorativa, si bien podemos pensar que el legislador considera la secularización como un avance o mejora, del mismo modo que considera que regular la eutanasia es algo positivo.

Aceptando cierto ateísmo metodológico, el argumento de que la vida es un don, algo de lo que no podemos disponer por nosotros mismos, puede ser defendido sin apelar a creencias religiosas. Nadie ha pedido nacer, ni tampoco ha elegido cómo y dónde nacer, y en ese sentido se puede mantener que la vida es un don, algo que nos viene dado con gratuidad por alguien que nos acogió al nacer, incluso antes, sin pedir, en principio, nada a cambio. La fragilidad del recién nacido humano es tan elevada que exige una atención permanente. El infanticidio, una práctica desgraciadamente secular, aunque hoy en día muy poco frecuente, es buena prueba de que hace falta que alguien se haga cargo de que el recién nacido siga viviendo.

Simone Weil señalaba que, en realidad, lo primario, lo más básico en un ser humano es la obligación y por eso el ser humano en sí mismo solo tiene deberes y los demás con los que se relaciona tienen derechos (Weil, 1949), idea profundizada por Levinas al situar como quicio de la exigencia ética la mirada de la otra persona. Nacer es ya estar en deuda con aquellas personas que han decidido que nazcamos y se han comprometido con nuestra crianza en una etapa del ciclo vital caracterizada por una máxima dependencia. Esta, así como la vulnerabilidad, es un rasgo constitutivo de todo ser humano que se manifiesta en diferentes grados a lo largo del ciclo vital, pero nunca desaparece del todo. Incluso el hecho de que el proceso de maduración personal implique siempre un incremento de la autonomía, es decir, de la capacidad de tomar decisiones por uno mismo, no evita que sigamos siendo dependientes en muchos sentidos, entre otros, el de ser reconocidos como seres humanos plenos.

Stuart Mill (1895, c. V) hacía una reflexión interesante relacionada con la esclavitud: no es una condición que se pueda aceptar libremente, puesto que atenta contra la libertad y la autonomía. Aunque en principio había seguido la posición de Hume respecto al suicidio, relaciona su reflexión sobre la escalavitud con el caso del suicidio, defendiendo que la sociedad puede intervenir para impedir que alguien se suicide, puesto que ejercer el suicidio atenta igualmente contra la libertad y autonomía, dado que quien, siguiendo su interés personal, se suicida, pierde la capacidad de seguir teniendo intereses; esto es, una vez cometido el suicidio por un acto libre, perdemos toda posibilidad de volver a ejercer nuestra libertad. Hay algo de oxímoron en apelar al derecho a acabar con la propia vida, puesto que pedimos algo que hace imposible seguir siendo sujeto de derechos. Es más, la muerte se caracteriza por ser un acto irreversible. Precisamente ese es, posiblemente, el argumento más importante contra la pena de muerte: es irreversible y es irreparable.

Un personaje de Camus en su novela Le malentendu, Marta, afirma que “No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio”, algo relacionado con el absurdo de la vida. Ahora bien, no se puede tratar la propia vida como algo de lo que se puede disponer, sino como algo que se debe cuidar puesto que es el sustento de todos los derechos que hacen posible una vida digna. Desde otro punto de vista, es pertinente explorar el enfoque que da Agamben al homo sacer, como concepto básico de la dominación del Estado sobre la persona, de la biopolítica tal como la entendía Foucault. Esta sacralidad que, aplicada en su sentido habitual, hace referencia a que tanto la vida como la muerte son límites inviolables e insalvables de nuestra capacidad decisoria, se convierte precisamente en la existencia sin más, el espacio de la nuda vida, sobre la que el poder soberano, o sus expertos sanitarios por delegación, tiene derecho de vida y muerte sobre una persona. Gubernamentalización de la vida y de la muerte, por supuesto con la «libre» anuencia de la persona.

Por otra parte, como es lógico, el proyecto de ley deja claro que se trata de una decisión libre tomada por una persona autónoma en pleno uso de sus capacidades de razonamiento. La apelación a esa libertad como valor máximo es la justificación última de la ley de la eutanasia. Crece en estos momentos un enfoque del suicidio que tiene como sustento de fondo ese individualismo radical, en el que somos dueños de nuestra propia vida y libres para decidir qué hacemos con ella y de ella. La fuente última del valor parece situarse en la propia decisión del ser humano: es bueno lo que yo mismo decido que es bueno y lo es porque así lo he decidido. El límite de mi libertad se restringe a un drástico vive y deja vivir, pues mi libertad termina solo donde empieza la del otro. Obviamente, se dejan fuera otras concepciones de la libertad en las que se destaca la profunda dimensión social y solidaria que tiene el ejercicio de la misma. Desde este enfoque, el principio rector es vivir y ayudar a vivir, puesto que mi libertad solo es posible en un mundo en el que todos seamos libres.

Es más, incluso quienes abogan por esta libertad radical para disponer de la propia vida admiten que existan otras limitaciones; por ejemplo, no se puede vender un órgano en el mercado de los trasplantes o no se puede tolerar un contrato en el que alguien acepte, mediante contrato firmado, ser matado y comido por quien le mata. Este es un caso real, que añade al suicidio el canibalismo, por tanto, extremo, pero también revelador. Se dio en Alemania en el 2006, pero permitió a los jueces dejar claro que no era válida la tesis de la defensa que alegaba inocencia por existir un contrato entre adultos libres. Y en esa línea, el proyecto de ley dice textualmente: «Han de establecerse garantías para que la decisión de poner fin a la vida se produzca con absoluta libertad, autonomía y conocimiento, protegida por tanto de presiones de toda índole que pudieran provenir de entornos sociales, económicos o familiares desfavorables».

No voy a entrar en estos momentos las profundas dudas que la psicología reciente y la economía crítica han arrojado sobre la confianza en el elector racional, es decir, en que nuestras decisiones son tomadas de manera racional, pero no conviene en absoluto olvidar ese problema y no se palia con la exigencia del asesoramiento médico. De hecho, cada vez vivimos en una sociedad más reglamentada en la que hay constantes prohibiciones encaminadas a protegernos de nuestras propias decisiones erróneas.  Susstein lo ha llamado paternalismo liberal radical (libertarian paternalism) que se fundamenta precisamente en la constatación de que es falso que los seres humanos tomen decisiones siempre en su propio beneficio. Tanto ejerciendo el voto electoral como consumiendo, ambas actividades centrales de las democracias realmente existentes, hay sobradas pruebas de que no tomamos decisiones correctas, en el sentido de basadas en argumentos sólidos.

Reconoce además el texto que el entorno puede acotar, y mucho, nuestra libertad y por eso exige garantizar que la persona que solicita la eutanasia está «protegida por tanto de presiones de toda índole que pudieran provenir de entornos sociales, económicos o familiares desfavorables». Coincide en esto con Emile Durkheim, un sociólogo experto en suicidio, quien consideraba que el suicidio es una decisión individual ejercida por causas sociales. Y esto nos lleva a un punto que podemos considerar central en el debate. Ese mismo individualismo radical que fundamenta el derecho a morir, tiene bastante que ver con el hecho de que en estos momentos la soledad es un serio riesgo para la calidad de vida de las personas: atravesamos, sobre todo en algunas sociedades, una auténtica pandemia de soledad, una pandemia que crece y que afecta no solo a las personas ancianas, aunque a ellas más. Son muchas las personas que son encontradas muertas en su domicilio, personas que han muerto en soledad.

¿Qué personas gozan realmente de esa protección requerida por la ley? ¿Las que padecen soledad pandémica? Pensemos también en todas las personas que no tienen acceso a las medidas establecidas por la ley de dependencia o los cuidados paliativos y que en estos momentos son muy numerosas en concreto en España. Y podemos hablar de la presión ambiental provocada por el enorme esfuerzo que deben hacer los miembros más próximos de la familia del demandante de suicidio, en especial las mujeres, para afrontar un largo proceso de dependencia. Muchas personas ancianas interiorizan profundamente que no quieren ser una carga para su familia. Los cuidados paliativos y las medidas de atención a las personas dependientes son sumamente escasos, generando un contexto social que puede ser más receptivo a las diferentes modalidades de eutanasia que acortan la duración de ese esfuerzo.

Si se aplica con rigor el criterio de que las personas que solicitan el suicidio no estén sometidas a ninguna de esas presiones, muy posiblemente quede el suicidio como práctica exclusiva de personas de contexto socio-económico-cultural alto. Por ejemplo, el personaje central de la tragicomedia de Denys Arcand, Las invasiones bárbaras, una sugerente reflexión sobre la eutanasia y la asistencia al suicidio. Al resto habría que negarles ese derecho por las presiones excesivas del entorno, o aceptar un mal menor: como el Estado no tiene fondos suficientes para liberar a los ancianos de esas presiones, mejor facilitar el derecho a una muerte digna, nuevo eufemismo para no hablar de proponerles que procuren morirse pronto, como hizo, en un desliz, un ministro de finanzas japonés, quien tuvo que rectificar poco después.

Pues ciertamente, en estos momentos, el incremento de la esperanza de vida, del que hablan el preámbulo de la ley, ha provocado que la atención digna a las personas pensionistas constituya un serio problema en la gestión de los recursos públicos. Lo decía con claridad Cristine Lagarde, sin que debamos demonizar sus palabras: es un riesgo que la gente viva demasiado. Y no es fácil afrontarlo. Y la humanidad, como decíamos antes, ya ha aplicado en contextos complicados medidas que favorecían o imponían la muerte de las personas ancianas, en especial a las que eran muy dependientes. Wilkinson y Savulescu, analizando un caso célebre de eutanasia en Francia, consideraban importante «separar las cuestiones de beneficio o daño para el individuo paciente (interés superior) de las cuestiones de beneficio o daño para la comunidad en general (asignación/distribución de recursos, justicia)». En los casos de beneficio individual, analizado el nivel de desacuerdo, se puede dejar libertad al paciente individual o a sus representantes legales para tomar decisiones en las que han sopesado que el daño evitado es superior al beneficio obtenido: practicar, por tanto, la eutanasia. En los casos que afectan a la comunidad, sí es necesario llegar a consensos, puesto que implican distribución de recursos, que siempre son limitados. Ellos lo dejaban ahí, pero el problema es complicado: ante la escasez de recursos para garantizar la vida digna a las personas dependientes, ¿hacemos un esfuerzo global solidario para que eso se cumpla o nos decantamos por una solución mucho más económica que genera condiciones favorables a la aceptación de la eutanasia? Si disminuye significativamente el número de personas con elevado nivel de dependencia, otros problemas, también urgentes, podrían recibir más fondos.

Mi respuesta, en principio, es que estamos obligados a hacer ese esfuerzo, pues considero que con políticas económicas diferentes y conductas sociales también diferentes habría posibilidad de llevarlo a cabo. El valor que orienta esta propuesta que defiendo es, precisamente, que el valor de la vida humana es prioritario. En todo caso, la opción segunda, una diferente asignación de recursos, se ha aplicado en la historia y, aunque no se sigue claramente, podemos considerar que este proyecto puede favorecer a la segunda opción. Y ese incremento de la esperanza de vida, del que habla el preámbulo, ha contribuido paradójicamente, pues es un enorme logro social, a que la sociedad sea más más receptiva al suicidio asistido y la eutanasia. Una célebre película distópica de 1973, Soylent Green (Cuando el destino nos alcance), en un contexto de seria preocupación de corte maltusiano por un crecimiento desmesurado de la población, narraba un futuro en el que la duración de la vida estaba claramente limitada por el gobierno.

Antes de cerrar el tema, conviene tener presente un aspecto más que tiene que ver con las posibles consecuencias de la aprobación. Las leyes no solo resuelven problemas existentes, sino que también, al darles una solución específica, generan comportamientos sociales y personales. Dos posibles consecuencias son importantes. La primera tiene que ver con la posición ante el suicidio, que nunca ha sido monolítica, aunque hasta la época actual ha sido siempre valorado más bien de manera negativa. En estos momentos es muy claro el enfoque de la Organización Mundial de la Salud: «La OMS reconoce que el suicidio es una prioridad de salud pública. El primer informe mundial de la OMS sobre el suicidio, Prevención del suicidio: un imperativo global, publicado en 2014, procura aumentar la sensibilización respecto de la importancia del suicidio y los intentos de suicidio para la salud pública, y otorgar a la prevención del suicidio alta prioridad en la agenda mundial de salud pública». Es muy posible que la valoración positiva del suicidio, incluso aunque esté acotada a situaciones muy específicas, entre en contradicción con la lucha contra esa otra pandemia. No olvidemos que detrás de cada suicidio suele haber una situación personal que se vive como insoportable o sin ningún futuro. Puede incluso provocar lo que se llama el efecto llamada: la gente descubre una alternativa a la solución de problemas que considera insolubles o a situaciones vitales que percibe como insoportables.

Una vez que es mi libre voluntad la que decide cuándo debe cesar mi vida, los supuestos limitadores de esa decisión empiezan a ser cuestionados y se van ampliando, tanto en las edades que tienen acceso a esa libre opción como en los indicadores de una vida insoportable. Aunque todavía es pronto, algunos estudios realizados en Holanda y Bélgica indican que la aprobación legal del suicidio puede que arregle algunas situaciones, pero también puede provocar otras: bajar la edad exigida, incrementar el número de solicitudes o flexibilizar los criterios que permiten decidir que la propia vida no es digna de ser vivida. Desde luego, la aprobación de la ley no acalla el debate, que sigue abierto. Ya decía al principio que el problema es grave y que conviene no simplificarlo en oposiciones maniqueas. Debemos buscar una controversia constructiva, no destructiva, una deliberación centrada en resolver problemas no en vencer a quienes piensan de otro modo imponiendo un enfoque. En ese sentido, bien vendría aclara bien los términos que usamos en la deliberación, así como buscar soluciones que puedan suscitar mayor consenso.

Desde luego es prioritario afrontar todo lo relacionado con la dependencia y los cuidados paliativos; y también lo es explorar diferentes actuaciones que buscan garantizar un periodo terminal de la vida con dignidad y atención, sin llegar ni al encarnizamiento terapéutico ni a la asistencia al suicidio. Es muy ilustrativo el trabajo de Simón Lorda (Simón Lorda y otros, 2008), pues en un cuadro muy pedagógico muestra doce posibles modos de actuar, subrayando que hay acuerdo social en nueve de ellos (dos en contra de aceptar la eutanasia y siete a favor) y solo hay desacuerdo en tres, realmente en dos, que son precisamente los dos que elige el gobierno para promover la primera ley sobre eutanasia. No es un comienzo muy prometedor. Hubiera sido hacer lo que hizo María Jesús Montero, actual ministra portavoz del gobierno, cuando era Consejera de Sanidad en Andalucía, cerrando el largo proceso de la «la tramitación de la Ley reguladora de la dignidad de las personas ante el proceso de la muerte».

Bastaba con acelerar el proceso de aprobación del «Proyecto de Ley reguladora de los derechos de la persona ante el proceso final de la vida» presentado por Ciudadanos en 2013 y por fin en su último tramo de aprobación. Está claro que esta ley implica un mayor coste presupuestario para convertir en reales las previsiones de la Ley de Promoción de la Autonomía Personal y Atención a las personas en situación de dependencia y los cuidados paliativos incluidos en la Cartera de Servicios Comunes del Sistema Nacional de Salud. Pero hubiera mandado un mensaje distinto; presentando este proyecto sigue más bien la línea de Unidos Podemos, que ya había presentado un proyecto de Ley orgánica sobre la Eutanasia en 2017.

Desde luego, legalizar la eutanasia no significa promoverla, mucho menos imponerla, como dicen quienes defiende su legalización. Es más, resulta coherente en una sociedad con pluralidad valorativa, aunque podemos pensar que no todos los valores defendidos tienen el mismo peso argumentativo. El gobierno toma partido por esa opción y considera que es necesario legalizarla. No obstante, más allá de las dudas que suscita esa manera de entender la libertad, más allá de las dudas sobre la solidez de los argumentos que justifican esa legalización, he intentado exponer que existen sólidas y fundadas razones para pensar que la propuesta de ley surge de —y la promueve— una concepción global de la persona y de la sociedad que no parece muy prometedora en términos de favorecer las condiciones que hacen posible alcanzar una vida plena.

Referencias

Comisión Autonómica  de Ética e Investigación Sanitaria  Ética y muerte digna = Ethics and death with dignity/ [Comisión Autonómica de Ética e Investigación Sanitaria ; vocales, Pablo Simón Lorda, Francisco J. Alarcos Martínez]. Sevilla: Consejería de Salud, [2008]

 García Moriyón, F.  ¿Hablamos de eutanasia? Acontecimiento. Nº 132. 2019/3. Pp.27-32

Mill, S. On liberty. London. Parker and Sons. 1859

Simón Lorda, P., Barrio Cantalejo, I.M., Alarcos Martínez, F.J., Barbero Gutiérrez, J., Couceiro, A. y Hernando Robles, P. (2008). Ética y muerte digna: propuesta de consenso sobre un uso correcto de las palabras. Revista de Calidad Asistencial. 23(6):271-85.

Weil, S. L’enracinement. Prélude à une déclaration des devoirs envers l’être humain. Paris. Les Éditions Gallimard, 1949, 381 pp. Collection idée

Zurriaráin, Roberto Germán (2018) Aspectos sociales de la eutanasia. Cuadernos de Bioética. 2019; 30(98)

Para citar esta entrada

García Moriyón, F. (2020). ¿Es legítima la eutanasia? En Niaia, consultado el 16/02/2020 en https://niaia.es/es-legitimo-legalizar-la-eutanasia/

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